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6/9/12

SAN GREGORIO MAGNO Y LA TRANSFORMACIÓN MONÁSTICA DE LA IGLESIA CATÓLICA (II)

Hasta la segunda mitad del siglo VI, el monaquismo del continente había quedado limitado a aquellos pocos que se sentían llamados a una vida de especial dedicación a Dios en un ámbito apartado del mundo.  En diferentes regiones del imperio occidental surgieron monasterios, cerca de determinados adalides de la vida espiritual.  Sería difícil saber si existía una vida monástica continuada al margen de la vida del fundador de una comunidad, ni siquiera si, al establecer una regla para su comunidad, esta continuidad estaba prevista.  Los obispos en persona procuraban mantener una supervisión de estas comunidades y fijaban para ello unas reglas, si bien fueron pocas las que se mantuvieron.  Con todo, se calcula que, sólo en la Galia, en el 600, había más de doscientos monasterios.  Entre los monasterios de occidente, el que tuvo una regla más famosa fue el de Benito de Nursia (que murió alrededor del 526) para su monasterio de Montecassino y no fue divulgada fuera de su propia región, antes de que San Gregorio I escribiera acerca de él en sus Diálogos.  En el siglo VII se conoció en la Galia e incluso fue aprovechada en parte la regla fijada en la fundación de Columbano en Luxeuil a partir del 637.  Más adelante sería defendida con entusiasmo por el obispo Leger de Autun (obispo 663-679), que la introdujo en todos los monasterios de su diócesis.  Sin embargo, no se dio ningún impulso a la uniformidad de la vida monástica de acuerdo con la regla antes de las reformas promovidas por Benito de Aniano para Luis de Aquitania (posteriormente emperador) a principios del siglo IX.  El uso de la regla benedictina consistió entonces en reformar las comunidades que ya habían florecido, se habían degradado y necesitaban disciplina.
La efectividad de los monjes en lo que se refiere a cambiar la naturaleza de la iglesia, particularmente en el siglo VII, no sólo dependía de la regla particular o de un santo determinado sino de la capacidad de los monjes de ampliar sus creencias y su práctica religiosa en dirección al campo, donde, a ambos lados de las fronteras de la Cristiadad, las poblaciones eran paganas.  El cristianismo católico antes y después de las invasiones bárbaras había sido la religión de las ciudades, donde estaban instalados los obispos.  Era de los obispos que Clodoveo y los francos dirigentes habían recibido y aceptado el cristianismo.  Hacia finales del siglo VI, sin embargo, las ciudades habían agotado su capacidad de romanizar a los bárbaros, que en gran parte no vivían en las ciudades.  Sus jefes, terratenientes o incluso colonizadores de las tierras fronterizas, necesitaban pastores cristianos que pudiesen llevar la religión al campo.  En lo que se refiere a la Galia, el impulso más poderoso se produjo en Borgoña, donde existía una necesidad inmediata de consolidar la expansión franca hacia el este y donde las poderosas tradiciones romanas del sur de la Galia podían ser aprovechadas con otros fines.  El monaquismo de Arles y Marsella se había propagado hacia el sur, sobre todo gracias al conocimiento de la regla del obispo Cesáreo de Arles (469-542).  Los grandes hombres de Borgoña y Aquitania podían promover la obra de conversión con ayuda monástica.  En el siglo VII Lyon era una de las más destacadas ciudades cristianas y en ella Wilfrid, monje y obispo inglés, pasaría tres provechosos años (655-658).
Sin embargo, generalmente se admite que la principal inspiración para la renovación monástica de la Galia se produjo con la llegada de Columbano a Borgoña alrededor del 590, cuando éste tenía unos cincuenta años. Debido a sus discrepancias con la anciana reina Brunilda, fue expulsado aproximadamente unos veinte años después.  Sin embargo, sus discípulos, por ejemplo San Galo, prosiguieron su labor, y el monasterio más famoso de Borgoña, Luxeuil, floreció precisamente después de su muerte.  Columbano extendió también sus actividades a los longobardos, fundando en Bobbio un monasterio en el que murió en el 615.  Este movimiento no sólo dependía de los monjes emigrantes irlandeses sino también del apoyo de hombres de aquellas tierras, como Donato, monje de Luxeuil, que más tarde sería obispo en Besançon (627-658) y fundaría allí un monasterio, o como Emmeran, trasladado de Aquitania a Regensburg en calidad de obispo, donde el sepulcro en el que yacía su cuerpo martirizado fue el lugar donde se levantaría un poderoso monasterio a partir de mediados del siglo VIII.  Los monjes aceptaron el encargo de difundir el cristianismo por tierras paganas que estaban más allá del alcance del brazo secular.  Los esfuerzos de los irlandeses en el sur de la Galia fueron paralelos a los esfuerzos realizados en el noreste, por ejemplo por Omer, que salió de Luxeuil para convertirse en obispo de Thérouanne (murió en el 667).  A principios del siglo VIII los monjes ingleses habían ampliado el campo de las misiones desde su isla a Frisia y Turingia.  A consecuencia de esto, al principio fue incoada la organización diocesana, alegando que las bases de los esfuerzos misioneros eran monásticas.

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