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23/9/13

SOCIEDAD URBANA (II)

En el interior, las poblaciones iban absorbiendo a los inmigrantes procedentes del campo, pero negaban la validez de los lazos sociales que allí imperaban: el señorío, el clan, el trabajo agrícola cooperativo siguiendo las estaciones.  Las ciudades daban cabida a comerciantes y artesanos, a ricos y a pobres, y permitían la proximidad de potenciales competidores, de rivales e incluso de enemigos.  Parecía que, para mantener la paz social, los únicos que ofrecían una esperanza de armonía cívica eran los esfuerzos especiales realizados por el clero, directamente en las parroquias o a través de los frailes e, indirectamente, por medio de las cofradías y gremios. A diferencia de lo que ocurría en el campo, las ciudades no podían vigilar las actividades de los forasteros, puesto que el comercio y la industria consideraban positivo atraer a los mercaderes, clientes y artesanos especializados que pasaban por la ciudad.
Si los principales problemas de las ciudades eran sociales y económicos, en este período estaban articulados en términos religiosos más que ideológicos.  En algunas ciudades, los obispos residentes tenían que soportar el peso de todas las crítica dirigidas contra el estamento eclesiástico. A partir del siglo XII los pobres tejedores fueron tildados de probables instigadores de opiniones religiosas no ortodoxas.  En el siglo XIII los predicadores dominicos, los franciscanos y otros frailes pululaban por las principales ciudades europeas con la intención de contrarrestar las herejías y fraternizar con los pobres gracias a su propia adhesión a la pobreza.  La mayoría de las ciudades ya se encontraban divididas en varias parroquias eclesiásticas.  La complejidad de la vida religiosa en las ciudades imponía la modificación del esquema del ministerio rural de la iglesia.  Los rituales sacramentales necesitaban complementarse como mínimo con la instrucción, la exhortación, las reuniones para rezar, las devociones comunitarias y la palabra, hablada y escrita.  Las ciudades propiciaban el entusiasmo religioso que a veces se convertía en un problema.  El más famoso fue el que se produjo en la Florencia renacentista con el fraile Savonarola (ejecutado en 1498). Es probable que el fermento del problema fuera social: la vida en un espacio limitado de hombres de diferente condición social, riqueza, tiempo de residencia, comercios y habilidades, con sus números fluctuantes de desempleados, no empleables y parásitos.  Las pasiones ingobernables de los ciudadanos, tan diferentes de la burguesía de la teoría social, impresionaron a los primitivos cronistas medievales que observaban al hombre de la ciudad.  Dichos cronistas, desde fuera, raras veces mostraban simpatía o comprensión de la situación urbana y, hasta el siglo XIII, los cronistas y estudiosos de la ciudad no empezaron a iluminar desde dentro del desarrollo de la ciudad.
Extramuros, las ciudades se enfrentaban con problemas sobre los cuales sus gobiernos todavía tenían menos control y contra los que no podían protegerlos las murallas.  Al principio, el crecimiento de la población urbana dependía de la llegada de inmigrantes procedentes de otras localidades más pequeñas y, de manera particular, del feudo del campo.  Cuando las ciudades dejaban de crecer, la estabilidad de la población exigía la compensación desde fuera.  Pero las ciudades que alcanzaban un nivel óptimo se hacían mucho más vulnerables a la escasez de alimentos y de materias primas, sin los cuales sus poblaciones relativamente numerosas no podían subsistir.  Así pues, los gobiernos debían contemplar desde el interior de las murallas sus relaciones con el exterior.  Las ciudades podían fomentar la inmigración ofreciendo condiciones favorables al afincamiento, particularmente la emancipación de los deberes serviles.  El campo, donde la productividad dependía de las obligaciones serviles, podía sufrir, por tanto, excesivas defecciones.  Podía darse el caso de que los propietarios se encontraran ante el dilema de querer conservar por una parte la adecuada mano de obra en el campo y, por otra, fomentar la ciudad como un destino para sus mercancías.  La gente del campo que sentía la tentación de escapar a la servidumbre rural necesitaba, sin embargo, tener la seguridad de que los privilegios que la ciudad concedía a los inmigrantes serían respetados por los príncipes locales.  Es posible que hubiera que convencer a dichos príncipes de que reconocieran los derechos de las ciudades a recibir siervos fugitivos.  Sin embargo, no había una incompatibilidad inherente ni una contradicción entre ciudades y señores.  Las ciudades proporcionaban mercados para los excedentes de los estados principescos y tentaban a los príncipes a gastar sus beneficios en los muchos artículos comerciales que exponían.

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