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4/9/13

FEDERICO II Y EL IMPERIO

Después de la paz y de disponer las cosas de modo que el gobierno de Alemania discurriera pacíficamente, Federico II se sintió en libertad de entregarse a los asuntos del reino de Sicilia y no mostró ningún interés por la Cruzada.  Esto desató las iras del Papa Gregorio IX y fue bajo la amenaza de excomunión que Federico II se vio arrastrado a Tierra Santa (1228-1229).  Sus negociaciones para una conciliación con respecto a Jerusalén vinieron a añadir el insulto a la injuria.  El Papa se vio acorralado y optó por absolverlo a su regreso, si bien después de 1236 volvió a manifestarle abiertamente su hostilidad.
La virulencia de las invectivas contra Federico II por parte de los partidarios del Papa incidan que estos exageraban para acallar sus propias dudas.  Luis IX no llegó a creer nunca del todo que Federico fuera enemigo de la Cristiandad.  Pese a los reveses sufridos, Federico estaba muy lejos de haber sido vencido por el papado en el momento de su muerte, en 1250 y los papas posteriores continuaron sintiéndose alarmados por sus sucesores Staufen.  Su posición seguía pareciendo formidable.  Si al final la determinación mostrada por varios pontífices desbarató las ambiciones de la dinastía imperial y, de hecho, las destruyó, la razón fundamental fue que la dirección papal de la Cristiandad a mediados del siglo XIII no dejaba sitio para el emperador romano.  El papado prefería contar con un número de reyes a los que poder recurrir siempre que necesitaba la ayuda del brazo secular.
Es muy posible que a su manera, Federico II optara también por su papel de rey de Sicilia, al que prestaba una atención especial, particularmente cuando publicó las constituciones administrativas de Melfi en 1231.  Incluso fundó una universidad en Nápoles en 1224 con el propósito específico de preparar funcionarios para su reino. Sin embargo, como emperador, como un Staufen que era, no entraba en sus planes convertirse en un acólito del Papa ni tenerlo por su señor feudal.  Sus predecesores normandos tampoco habían tratado al Papa con mayor consideración que la dictada por la deferencia formal.  Federico II no podía evitar las consecuencias de unir las tierras del reino normando a las del norte del reino de Italia y fue el primer gobernante de gran parte de la península italiana desde tiempos de Teodorico.  Esto en sí no sólo inquietaba al Papa sino también a las ciudades italianas, que temían que el nuevo emperador volviera a centrarse en la cuestión de los derechos imperiales, concebidos a contrapelo por su abuelo, Barbarroja, en 1183.
Es probable que si la posición de Federico II fue muy conservadora fuera para preservar los derechos de su familia. Las innovaciones institucionales no le interesaban, como por ejemplo el tribunal de apelación del rey en Francia.  No tenía, como Luis, el problema de tener que ganarse la lealtad de nuevos vasallos.  El eclipse de su dinastía lo privó de panegíricos póstumos y hasta el día de hoy ha seguido conservando aquella fascinación que constituye su enigmática figura.

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