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22/9/13

SOCIEDAD URBANA (I)

Las sociedades que florecieron, incluso aquellas que habían comenzado como fundaciones para las cuales era posible establecer una fecha, muy pronto se adaptaron a las condiciones de vida en las que habría sido raro que un concejo de la ciudad ejerciera un control de planificación sobre el desarrollo.  Dentro de los límites de la ciudad, cada parcela de terreno tenía un valor potencial y, cuanto más cerca estaba del centro comercial, tanto más codiciada era.  Más que derribar murallas, había que esforzarse en sacar el máximo partido del interior.  Pensar en edificar nuevas murallas para una ciudad habría sido como renunciar a explotar todas las posibilidades y haber asimilado la periferia adosada que se había construido como continuación de las principales ciudades al toro lado de las puertas de las mismas.  Sólo en este momento las autoridades urbanas, conscientes de la necesidad de ampliar la zona puesta bajo su protección, accedían a establecer un nuevo perímetro lo bastante generoso para dar cabida al crecimiento esperado.  La provisión hecha dentro de estas nuevas murallas para espacios abiertos destinados a nuevos conventos, mercados, jardines y huertas comerciales era un reflejo de las ambiciones de una ciudad floreciente en lo tocante a equiparse de comodidades.  Parece que algunas de las ciudades más famosas superaron incluso estos límites y se vieron obligadas a establecer una segunda línea de murallas en el curso del siglo XIII.  Florencia comenzó a construir nuevas murallas alrededor de 1290 y no la terminó hasta 1334. Parece que después se produjeron una serie de calamidades que redujeron espectacularmente la población o por lo menos impidieron que creciera lo suficiente para alcanzar los nuevos niveles previstos con la replanificación de las murallas. Hasta mediados del siglo XIX Florencia no creció lo bastante como para llegar y sobrepasar sus propias murallas.  La Florencia del Renacimiento era, pues, un espacio mucho más abierto y dilatado de lo que podemos suponer a primera vista contemplando su aspecto actual.   Además, lo que ahora son sus edificios históricos eran entonces sus más destacadas novedades: el nuevo ayuntamiento, agresivo y dominador; la nueva catedral, rematada con el triunfo de la ingeniería más moderna.  Todo nuevo trazado de una calle presuponía la demolición de obras anteriores y la destrucción de viejos esquemas.
Los notables edificios de las ciudades, tanto civiles como eclesiásticos, expresaban el desafío individual de cada lugar y era la tradición espiritual de una ciudad lo que inspiraba a sus ciudadanos más que el afecto que pudieran sentir por un determinado edificio de la misma.  Por este motivo, la preocupación básica del gobierno de una ciudad era resolver sus asuntos de modo que no pudieran verse obstaculizados  por los forasteros; en esto consistía realmente el orgullo cívico.  En cierto aspecto, era una presuntuosa baladronada, ya que aun cuando la autonomía urbana y las murallas proclamaban la existencia de una comunidad autosuficiente, dadas las condiciones de la época, no había ninguna ciudad que pudiera bastarse a sí misma.  Las murallas encerraban una población en su interior y dejaban a la gente rural en el exterior, en el campo, pero de hecho las murallas pretendían resolver no otra cosa que problemas insolubles, y no separaban dos mundos exclusivos e interdependientes.

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