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12/9/13

LAS CIUDADES Y EL IMPERIO

La situación del imperio (alemán) merece mención aparte, puesto que los emperadores, que se movían en un gobierno de tipo federal, designaban ciertas ciudades imperiales libres, sometidas al emperador, para sustraerlas a la extraordinaria influencia de los príncipes locales.  Cuando los emperadores perdieron su autoridad efectiva, estas ciudades lucharon para defender su autonomía.  En Italia sobre todo, la debilidad crónica de los emperadores después de 1122 dejó las antiguas ciudades bajo el gobierno nominal de los obispos, lo que facilitó que los ciudadanos obtuvieran concesiones de los mismos.
Entre las ciudades más florecientes del siglo XI, Italia contó con las repúblicas marítimas del sur, como Amalfi que disfrutó del dominio nominal de Constantinopla.  A partir de 1130 todas las ciudades independientes del sur tuvieron que pactar con la nueva monarquía normanda.  en ese estadio, las ciudades situadas más al norte ya habían experimentado accesos súbitos de crecimiento, debidos a la nueva situación de la península después de las cruzadas, que atrajeron los pueblos nórdicos del Mediterráneo.  Alguna rabiosa oposición local a la autoridad de los reyes alemanes como reyes de Italia no había sido entonces un movimiento general para establecer la autonomía práctica para las ciudades.  Esto se produjo en la generación siguiente, con motivo de las luchas de la liga lombarda con Federico I, cuyas concesiones fueron ratificadas en 1183. Este hecho no contribuyó en absoluto a revivir las antiguas repúblicas marítimas del sur, donde, como en Inglaterra, la efectividad del gobierno real sofocaba una verdadera independencia urbana.  El desarrollo del norte de Italia obedeció a las inadecuaciones del gobierno real y a la decisión de algunas ciudades de compensar sus defectos con sus propias instituciones municipales.
Federico I precipitó la lucha con las ciudades tratando de impedir el declive a través de la efectividad imperial en Italia.  Lo hizo apelando a sus derechos legales, según quedaban probados por los maestros en jurisprudencia romana de la época.  Las ciudades resistieron con éxito, confiando en sus superiores reivindicaciones, basadas en costumbres recientes.  Quien rompió con la tradición fue el emperador, más que las ciudades.  No todas se le mostraron irrevocablemente hostiles y el miedo a la agresiva Milán llevó a sus rivales al bando imperial.  No había lucha de clases entre príncipes y mercaderes.  Si la situación alemana en Italia hubiera sido más segura, Federico habría podido obtener todavía más ayuda y aportado el tipo de protección total ofrecida por los otros reyes de Inglaterra y Sicilia.  Aun cuando el principal interés de la disputa estriba en la naturaleza constitucional del contraste entre la teoría de la ley y el poder de la costumbre, la victoria de las ciudades indica que ya estaban en condiciones de procurarse el adecuado apoyo militar, diplomático y político, totalmente aparte de los recursos económicos.  Las ciudades querían tener el derecho de nombrar sus propios magistrados.  No tenían ningún plan político para el gobierno del norte de Italia, ni tampoco esperanza de perpetuar sus alianzas de guerra. Cuando, en el siglo siguiente, el emperador Federico II prometió un gobierno más coherente para el norte de Italia, se reanudó la contienda.  Esta vez, aunque al emperador a la larga le tocaron las de perder, hubo muchas ciudades que acabaron sucumbiendo a la autoridad de los capitanes militares, que adoptaron el papel de déspotas locales.  De este modo las ciudades preservaron individualmente su independencia, pero también perdieron sus libertades republicanas.  Estos déspotas también se sentían ávidos de ampliar sus dominios y de transmitir a sus familias los cargos que ostentaban.  Una tras otra, las ciudades independientes más pequeñas fueron absorbidas por las ciudades-estado.  Tan sólo las más grandes pudieron conservar algún tipo de control público sobre aquellos ciudadanos.  Después de unas pocas generaciones, por tanto, la mayor parte de las repúblicas urbanas del norte de Italia habían pasado a convertirse en patrimonio de muchas familias "principescas", deseosas de casarse con las nobles familias del norte de Europa, no menos aristocráticas que ellas.  Estas ciudades dejaron de ser cuna de un estilo de vida urbana distinguido.

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