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11/12/13

LOS ESTADOS RIVALES DE LA PENÍNSULA ITALIANA (II)

El estado vecino de Nápoles era el papado y, nominalmente, éste era el señor de aquél.  Como principado eclesiástico, sus aspiraciones políticas variaron más que las de la mayoría de estados, porque dependían de un gobernante elegido de por vida, lo que excluía la continuidad existente en otras partes como resultado de unos intereses familiares.  Aparte de esto, a comienzos del siglo XV el Papa estaba distanciado de la política italiana por el Gran Cisma.  Una vez resuelto en 1417, un Papa perteneciente a la poderosa familia Colonna (Martín V, 1417-1431) hizo frente a los problemas políticos del estado de la manera práctica característica de las familias aristocráticas romanas.   Su sucesor veneciano, un antiguo abad cisterciense, Eugenio IV, no se encontró tan bien situado como él para continuar su política, particularmente porque se vio obligado a entrar en tratos con el nuevo Consejo de Basilea, que demostró ser muy quisquilloso.  En efecto, llegó a tener que abandonar Roma y no pudo volver a la ciudad hasta 1444.  Estaba preparado el escenario para el famoso último acto de la Iglesia medieval, el papado del Renacimiento: diez discutidos pontificados, la mayoría breves, en que las consideraciones políticas e incluso los hechos mundanos a menudo borraron toas las demás consideraciones hasta que Martín Lutero apareció en escena.  Los papas no eran necesariamente del gusto de los demás estados italianos de la época, pero estaban a la altura de las obligaciones de su cargo y en su época su reputación personal no perjudicaba en nada el respeto de que gozaba Roma en el extranjero.  La preocupación que sentían por el estado papal les parecía a los italianos que correspondía a un deber legítimo del papado y los pasos dados para restaurar la ciudad de Roma con nuevos edificios estaban inspirados en los entusiasmos intelectuales de los italianos del siglo XV.
Los papas de finales del siglo XV que se lanzaron a dominar la política italiana como un medio de restaurar el respeto a la posición de la Iglesia debían luchar con otros estados que poseían mucha menos justificación o tradición histórica detrás de sí.  El más poderoso y respetado fue Venecia, si bien en el pasado Venecia había sido una ciudad-estado aislada que poseía un pujante imperio marítimo en todo el Adriático y el Egeo, y no fue hasta el siglo XV que los venecianos se aventuraron a hacerse con extensos dominios en la Italia propiamente dicha.  Sus antiguas rivalidades con Génova en el mar la habían dejado tan debilitada que cuando, finalmente, se firmaron las paces de 1380, éstas no tuvieron ninguna intervención efectiva en lo que se refiere a tratar de limitar las ambiciones milanesas en la década siguiente.  Sin embargo, el peligro que Venecia representaba era tan evidente que, a la primera oportunidad, ocurrida al morir el dux Gian Galeazzo en 1402, los venecianos se apoderaron inmediatamente de Padua y de Verona, territorios que habían pertenecido a la familia Carrara.  Después de aquella aventura, los venecianos se lanzaron a nuevas conquistas y ampliaron sus fronteras hacia Milán, hasta el Adda, en 1429.  La Venecia del siglo XV era, pues, una nueva potencia italiana que surgía de su exótico pasado bizantino, una realidad de la vida política italiana, una realidad desconocida, no puesta a prueba pero temida.  Había muchos venecianos, además, que se sentían inquietos ante aquel nuevo compromiso representado no por unos intereses marítimos sino terrestres, pero, como señalaba el dux Foscari, a los venecianos ya no les quedaba el recurso de desentenderse de Italia.  Su tradicional seguridad había dependido de las divisiones del continente y de la incapacidad por parte de cualquier otra potencia de presentar un frente unido o de cortar las arterias comerciales venecianas a través del valle del Po o al otro lado de los pasos alpinos. El éxito de la expansión milanesa a finales del siglo XIV amenazaba con situar la prosperidad veneciana bajo su merced.  Los venecianos tenían que restablecer su dominio restaurando el statu quo o resignarse a la decadencia, por lo que aceptaron el riesgo de avanzar hacia lo desconocido y de operar unos cambios en el orden de prioridades que tenían establecido.  Lo que debían aprender sobre todo era la forma de administrar las ciudades y territorios italianos, puesto que la única experiencia de gobierno que tenían era la que conocían por su dominio de los griegos o de los eslavos.

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