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17/12/13

IMPORTANTES REINOS EN LA SOMBRA (II)

El poder que tenía Francia a finales del siglo XV quedó espectacularmente demostrado con el paso triunfal de Carlos VIII por Italia en 1494.  Hasta entonces, sin embargo, los reyes galos del siglo XV habían estado absorbidos por los problemas inherentes a mantenerse en la cúspide de sus familiares y de sus vasallos, los más grandes de los cuales, los duques de Borgoña y Aquitania, eran príncipes independientes que estaban fuera del reino.  Las deficiencias físicas y psicológicas de Carlos VI (rey 1380-1422) permitieron que en sus últimos años prevaleciera el desorden.  El rey de Inglaterra invadió Francia en 1415 antes aun de su muerte y, después de este hecho, se declaró una guerra abierta entre los partidarios de su hijo, Carlos VII, y de su nieto, Enrique VI de Inglaterra, que prolongó su agonía.  Carlos VII volvió a recuperar las posesiones inglesas de Francia y gracias a haber mejorado las cualidades de sus fuerzas militares.  Mientras tanto los poderes de los príncipes no pudieron ser frenados.  El final de la guerra con Inglaterra (1453) vino a sumarse a las continuas disputas domésticas.  El sucesor de Carlos VII, Luis XI (rey 1461-1483) fue adueñándose del reino de una manera gradual.  Su principal enemigo, Carlos el Atrevido de Borgoña, no sucumbió ante la violenta embestida directa de Luis sino ante su propia temeridad, al involucrarse en los asuntos suizos.  Afortunadamente para Luis, en su reinado se extinguieron varias ramas de su familia, por lo que sus posesiones fueron a parar a la corona como bienes mostrencos.  Su enfermizo heredero, Carlos VIII (rey 1483-1498), que probablemente no iba a ser el gobernante que más impresionaría a Europa con la renovada fuerza de la monarquía francesa, fue simplemente el primer rey que durante más de un siglo y medio estuvo en libertad de iniciar una política más que de reaccionar a ella.  Su insignificancia personal demostró de una manera aún más contundente que los recursos del monarca en hombres, dinero y ambición contaban más que ninguna de sus cualidades personales.
El poder de las grandes naciones después de 1494 no podía dejar en la sombra las grandes contribuciones de las gentes del Reino Medio -aristócratas, campesinos y ciudadanos que ocuparon las tierras de la Cristiandad, en una extensión que iba desde el Mar del Norte al Mediterráneo- y que formaron el eje de Europa en el siglo XV.  Sus hazañas pasaron de aquellas tierras a sus vecinos de ambos lados, salvo al suroeste, donde los otomanos habían establecido la frontera.  Aquellas gentes no formaban una sola unidad política ni gozaban tampoco de amplios poderes políticos, pero habían contribuido a que Europa se convirtiese en lo que ya era: edificaron sobre la obra de sus predecesores y proporcionaron una base para que otras generaciones pudieran construir sobre ella.  Poco importa, por tanto, si, adoptando una convención, calificamos de medievales sus hazañas o si, apropiándonos de ellas, las calificáramos de modernas, ya que lo único que demuestran es que al final de la Edad Media no hubo titubeos en la inspiración ni en los logros.

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