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29/11/12

LOS NORMANDOS EN SICILIA (II)

Se consiguió la creación del reino normando de Sicilia mientras el papa y el rey germano (y también el emperador griego) tenían problemas propios más inmediatos que resolver, pero pese a estar en formación, tuvo una considerable influencia en todos los demás participantes.  Lo que demostraban los normandos era que el sur de Italia y Sicilia se había convertido en una zona de importancia básica para la Cristiandad o, cuando menos, que los normandos podían hacer lo que fuera: habían conseguido salir de la periferia de la influencia latina.  Así pues, los gobernantes normandos restauraron las iglesias y organizaciones latinas de sus tierras, construyeron nuevos monasterios y pusieron los antiguos monasterios griegos bajo su protección.  Como los musulmanes de Sicilia no eran perseguiros por causa de su religión, se convirtieron en los primeros practicantes de su fe que vivían bajo la regla cristiana.  Pero los normandos también demostraron que no tenían ninguna intención de permanecer parados y extendieron su conflicto con los griegos al otro lado del Adriático, en los Balcanes e incluso osaron presentar un pretendiente al trono de Constantinopla frente al "usurpador" Alejo Comneno.  También desafiaron a los musulmanes que vivían al otro lado del estrecho de Sicilia, en el norte de África.  El desafío al sur por parte de los normandos era una empresa aventurera, dispuesta a llegar hasta donde la audacia y la oportunidad permitieran, no contándose con ninguna "frontera natural". Los normandos no eran un ejército particularmente unido y sus jefes debían someterlo a disciplina.  Sin embargo, una fuerza como aquella aceptaba a todos cuantos se presentaban y no tenía amigos ni defensores estables.  Luchaba contra los griegos, musulmanes, longobardos, germanos y también contra los papas, si era preciso.  Sería difícil ver en esta actitud un estrategia o hablar de lógica interna.  Los triunfos de los normandos parece que fueron extraordinarios, y en su momento, su primer historiador, el monje Amatus de Montecassino, los describió en su Historia de los Normandos como providenciales.
Visto a través de un análisis detallado, el triunfo normando se presenta más precario y desigual que como lo querría el culto a los héroes.  De todos modos, en términos generales, los normandos consiguieron un cambio importante en la zona gracias a su implacable persecución de sus intereses en aguar procelosas y traicioneras.
Sus capitanes no tenían conocimientos ni tradiciones de los que echar mano, pese a lo cual derrotaron a papas, emperadores y príncipes.   No es de extrañar, pues, que den la impresión de una fuerza de la naturaleza, arrasando todo cuanto encontraban a su paso y dando realidad a una situación que parecía profética para el futuro.  Sus guerras contra los musulmanes se anticipan a las cruzadas, dieron a catar a los griegos lo que podía llegar a ser el poder militar occidental, demostraron a los papas que, aunque aliados y vasallos, no por ello dejarían de exigir el reconocimiento por arte de estos de las condiciones que imponían y dejaron claro que si el papa podía humillar al emperador de occidente, no podía dejar a los normandos en la puerta.  Por muy desconcertantes que sean los normandos, son una prueba positiva del tipo de energía podía generarse en una parte de la Cristiandad para ser plenamente utilizada en otra.

LOS NORMANDOS EN SICILIA

Hacía menos de un siglo que Sicilia había sido laboriosamente conquistada por el abuelo de Constanza, el conde Roger, quien la arrebató a varios príncipes musulmanes, cuyos mutuos recelos le permitieron adelantarse y ser él el primero en poner los pies en la isla en el 1060.  Mientras Roger se mantuvo ocupado en Sicilia por espacio de más de treinta años, su hermano Roberto se dedicó a transformar su posición de duque de Apulia en la de dueño del sur de Italia.  Los dos hermanos y sus parientes no eran más que una pequeña parte del contingente de aventureros normandos que salieron de Normandía a principios del siglo XI.  Se dice que los primeros normandos que fueron a Italia iban movidos por su devoción religiosa, pero la verdad es que se quedaron en el país como soldados.  Gradualmente fueron labrándose una posición de fuerza en el sur de Italia y se alquilaron como soldados profesionales con los belicosos señores locales.  Los longobardos estaban enemistados con sus propios príncipes y con el emperador griego, el cual tenía autoridad nominal en Bari.  Los reyes germanos que visitaron Italia durante la primera mitad del siglo XI se sentían ávidos de satisfacer las esperanzas de sus predecesores, los cuales aspiraban a extender algún día su gobierno hacia el sur, a sacudirse la presión de los griegos y a volverse al propio tiempo contra los musulmanes.  Los longobardo y sus aliados normandos también fueron reconocidos y confirmados por los reyes.  Sin embargo, durante la minoría de Enrique IV (1056-1065), los normandos demostraron súbitamente que eran dueños de sus actos y los papas alemanes no pudieron hacer nada para mermar su poder.  El papa Nicolás II decidió llegar a un acuerdo con ellos y reconoció a Ricardo de Anversa como príncipe de Capua y a Roberto Guiscardo como duque de Apulia a cambio de la promesa del apoyo normando (1059).  Con los años, la ayuda normanda rescato en alguna ocasión a los papas de manos de sus enemigos, pero en la práctica el reconocimiento papal había ayudado a los jefes normandos a coordinar a sus hombres y a dominar los principados longobardos, puesto que los papas que estaban peleando con los reyes germanos no podían también pelearse con los normandos del sur y mucho menos disponer de los medios para frenar su expansión.  Hasta cierto punto, podían levantar a Capua contra Apulia, pero cuando Robert dominó en el principado de Salerno (!077) así como en Apulia, el equilibrio de poder quedó trastocado.  Los papas demostraron que sabían sacar el máximo partido de sus limitadas oportunidades y nunca llegaron a admitir la aparición de poderosos estados normandos en el norte, pero al final no pudieron  evitar que Roger II de Sicilia dominara en todo el sur de Italia ni que fundara un reino propio (1130).  Los papas sucesivos se vieron obligados a doblegarse, mal que les pesase, a los deseos de Roger.  Pese a todo, el reino subsistió, superando las dispares tradiciones de sus extensas tierras, heterogéneas poblaciones y mezcla de religiones y sólo cobró coherencia gracias a un gobierno que daba una gran importancia a lo secular.  el reino de Sicilia era una extraordinaria creación de Roger II, creación que daba un nuevo sentido a la geografía del sur de Italia y que, por consiguiente, encerraba un considerable potencial.

28/11/12

LAS DEMANDAS DEL PAPA Y EL IDEAL DEL IMPERIO

Como era inevitable, este papado reformado acabó por decidir que la tutela de los reyes alemanes era inaceptable.  Después de la muerte de Enrique III (1056), su hijo, Enrique IV, menos idealista que él, se vio envuelto en un conflicto con el papa Gregorio VII (1073-1085) en el que los obispos de su imperio se encontraron en la desagradable posición de tener que elegir entre lealtades conflictivas.  Las cuestiones a dilucidar eran cada vez más complejas y confusas, y los contemporáneos que se enzarzaban en discusiones polémicas para persuadir a sus seguidores no hacían sino enmarañar las cosas y exacerbar el malestar con respecto a los principios en lugar de buscar la reconciliación.  Los problemas particulares del papa y del rey-emperador quedaban sumergidos en la discusión que se centraba en la naturaleza de los poderes espiritual y secular, lo que hacía extensiva  la disputa a los demás sectores de la Cristiandad, aunque con consecuencias diferentes.  Una parte de la discusión quedó dirimida tanto por parte del papa como del emperador en 1122, si bien las verdaderas pace dependían en realidad de que el rey alemán interviniera sólo nominalmente en Italia.  En 1159, cuando los cardenales de la iglesia se dividieron con respecto a la necesidad de encontrar un sucesor para el papa Adriano IV, se inició otra larga pelea entre el papa y el emperador, que esta vez no quedó resuelta hasta 1177.  Así pues, durante más de un siglo, sin que estuvieran permanentemente en conflicto, el imperio romano y el papado romano a menudo estaban suficientemente enfrentados para que hubiera dejado de ser válido el antiguo concepto carolingio de la cristiandad.  Uno y otro bando tenía sus propias teorías para justificar su intransigencia; uno y otro bando tenía sus hábitos de gobierno,sus suspicacias, sus seguidores, sus tradiciones en la manera de enfocar los problemas, lo que hizo que se formaran instituciones independientes.  El imperio romano de los reyes alemanes, privado de sus pretensiones eclesiásticas por las demandas papales, perdió sus reivindicaciones morales sobre la cristiandad y, más particularmente, sobre la lealtad de los obispos italianos.  Por otra parte, el papado se obligó a proclamar sus ideales espirituales en términos generales, lo que lo aupó en gran parte de la cristiandad como cabeza de la Iglesia universal.  El ideal romano de universalidad demostró poseer grandes poderes de atracción en el plano espiritual, mientras que el antiguo concepto de imperio romano como estado universal perdió totalmente su crédito.
Las relaciones de los reyes alemanes con los papas parece que sólo interesaban a una parte de la cristiandad, si bien no hay que subestimar su importancia.  No sólo provocaron la caída del imperio como concepto y promovieron, desde un estadio primitivo, un programa papal deliberado para el liderazgo de toda la fuerza espiritual de la Cristiandad, sino que además generaron un violento debate sin precedentes sobre la naturaleza del poder en la sociedad cristiana y estimularon una amplia indagación en las mismas bases de la ley cristiana.  El papado alentó a muchos hombres y mujeres a romper con la antigua dependencia de la idea de imperio y se aseguró de que la Europa medieval ya no volvería a ser nunca sojuzgada por ningún otro gobernante con ambiciones universales.  Con esa lucha quedó claro que el sueño carolingio de restaurar el imperio romano como base de una Europa cristiana había perdido toda su vigencia.
Sólo hubo otro gobernante medieval, Federico II, que inspiró auténtico terror a los papas por causa de su poder.  Pero el hecho no ocurrió en Alemania, sino en el reino de Sicilia, donde Federico encontró los recursos necesarios para desafiar a los papas de Italia.  Federico II debía su posición en la isla a los minuciosos planes de su abuelo, Federico I.  Federico, derrotado como emperador por el papa Alejandro III, esperaba anexionar al imperio los recursos de aquel reino casando a su hijo Enrique VI con Constanza, heredera de Sicilia.  La isla se había convertido en codiciado galardón durante las luchas entre el imperio y el papado.

LA NUEVA EUROPA CRISTIANA

Los movimientos religiosos estaban apadrinados por los gobernantes cristianos del siglo XII, pero éstos no instigaban a participar en los mismos.  Sin embargo, los gobernantes quedaban eclipsados por los idealistas religiosos.  En los reinos de Europa hay algunos hechos que merecen atención.  Indiscutiblemente, los reyes germanos fueron los seores más poderosos de Europa, volvieron los ojos a Roma en busca de inspiración y a Bizancio en busca de alianzas, si bien fueron insuperables para tratar las realidades del presente.  Sin embargo, el curso de la historia de occidente experimentó un viraje en el siglo XII como consecuencia de la manera como se desarrolló el idealismo religioso en el aspecto institucional.  El emperador Enrique III, que había tratado de cumplir con sus deberes religiosos y de hacer de los obispos que tenía en sus dominios de Alemania e Italia agentes en favor de la purificación de la Cristiandad, había querido que la propia Roma tuviese un papel importante en esta labor.  Pero el papado se sentía cautivo de las nobles familias locales italianas y no estaba preparado para su papel universa.  Después de 1046, por tanto, se instalaron en Roma obispos alemanes e italianos y se dispusieron a hacer que la iglesia romana se convirtiera en elemento reformador respetado por derecho propio.
Había varias inspiraciones diferentes que trabajaban al unísono para restablecer el liderazgo romano.  El restablecimiento imperial había insistido en la idea de Roma y en la propia ciudad había un comprensible deseo de sustraer esta recuperación al liderazgo germano y trasladar la atención del imperio a la ciudad universal.  Los obispos reformistas del norte de Italia y otros lugares acogían con agrado el resurgimiento de Roma y miraban a su obispo para la afirmación del orden cristiano.  Muchos monasterios individuales también se volvieron a Roma en busca de protección de su independencia contra los obispos y los nobles locales.  Una gran orden monástica como Cluny naturalmente simpatizaba con un movimiento que parecía promover la causa de la disciplina eclesiástica en la Iglesia como un todo, ya que la actitud corría pareja con sus propios esfuerzos en relación con el monaquismo.  Así pues, hasta Roma afluyó una corriente de simpatía y un goteo regular de agentes devotos de la nueva causa procedentes de las filas del clero más noble de toda Europa occidental.  Gracias a su ayuda, el papado se convirtió en una organización totalmente diferente durante la segunda mitad del siglo XI.

LAS CRUZADAS (II)

El atractivo de la cruzada constituyó un fenómeno complejo, misterioso y también caprichoso.  Es de suponer que Alejo Comneno se anticipó a la ayuda valiéndose de grupos de soldados al mando de sus propios capitanes, reunidos de forma disciplinada, que actuaban como auxiliares imperiales, pero los ejércitos cruzados, que se presentaron en número impresionante, trajeron inevitablemente con ellos hombres sin un conocimiento político de Oriente y, en cualquier caso, nada dispuestos a dejarse mandar por el emperador.  Sus líderes, aunque más comedidos, no estaban necesariamente más dispuestos a considerarse meros aliados del emperador.  La creación de los estados latinos en Tierra Santa, que demostró que los cruzados eran capaces de crear su propio frente contra el Islam, no constituía de hecho el tipo de ventaja militar que permitiría restaurar el dominio griego sobre Anatolia.  La hostilidad entre los cristianos griegos y latinos, y entre unos y otros estados latinos, ofreció a los musulmanes locales oportunidades de manipulación política, y la intromisión de cristianos distantes en el dividido mundo musulmán del Oriente Medio sirvió para estimular una resurrección genuina del vigor militar musulmán que no procedía del califa de Bagdad sino de grandes guerreros musulmanes como Nuerddin y Saladino.  El fortalecimiento del poderío militar musulmán suscitado por los cruzados tuvo como resultado la recuperación de Egipto para la ortodoxia sunní.  Sólo hacía falta tiempo para que lo latinos fueran expulsados del continente y para que Constantinopla sin ayuda efectiva de Occidente, cayera en manos de otros guerreros musulmanes, los otomanos.  Vistas de acuerdo con las normas militares, las cruzadas no fueron ni gloriosas ni efectivas.
Vistas de acuerdo con las normas espirituales, lógicamente sería imposible decir cuántos cruzados obtuvieron aquellos beneficios que los habían impulsado a empuñar la cruz y es improbable, por otra parte, que los que empuñaron dicha cruz calcularan seriamente cuál sería el precio de los beneficios espirituales que obtendrían o que reflexionaran excesivamente sobre su decisión.  Las tres primeras grandes cruzadas fueron emprendidas en un clima de gran entusiasmo, y la generosa nobleza de unos pocos arrastró a los indecisos y avergonzó a otros, impulsándolos a actuar tan noblemente como sus camaradas.  Para todos cuantos acudieron a la cruzada subsistía el reto de lo desconocido y para ninguno fue una aventura con perspectivas de beneficios terrenales, ni siquiera para aquellos que pasaron a ser gobernantes de los estados cruzados que se constituyeron.  No hubo gran príncipe que empuñara la cruz que coaccionara ni aún alentara a sus seguidores a imitarlo, ya que había grandes responsabilidades para los que se quedasen, mientras ellos estarían ausentes.

27/11/12

LAS CRUZADAS (I)

Todavía más mundanas pueden parecernos las campañas realizadas en Tierra Santa por los cruzados, laicos que ejercían su profesión militar a instancias de la Iglesia a cambio de recompensas espirituales: los papas prometían a todos aquellos dispuestos a rescatar Jerusalén de manos de los infieles la remisión de las penas a las que se habían hecho acreedores por sus pecados.  Sin embargo, las grandes expediciones emprendidas por iniciativa papal en 1095, 1145 y 1189 tienen que inscribirse históricamente en el contexto más amplio de la agresión cristiana recurrente contra los infieles, tanto musulmanes como paganos, de esa época.  Los ataques normandos contemporáneos contra el gobierno musulmán de Italia eran en este sentido tanto una parte del movimiento en favor de las cruzadas como las campañas realizadas en esta misma época en España por los reinos cristianos contra el tambaleante califato de Córdoba.  Por otra parte, el movimiento de las cruzadas debe distinguirse de ambos por su aspecto idealista e incluso quijotesco.  Tanto en España como en Italia, las batallas que se libraban obedecían a motivos conscientes de ganancia y estaban conformadas según una ventaja política calculada.  Los cruzados, que debían tramar por fuerza alguna estratagema política en Tierra Santa, se colocaban en una situación imposible por falta de realismo político.  La Primera Cruzada fue predicada por Urbano II en 1095, prestando ostensiblemente oídos a la petición de ayuda militar occidental del primer emperador de la dinastía de los Comnenos de Constantinopla., Alejo I, que el papa transformó en un entusiasta programa para recuperar Jerusalén de manos de los infieles.  El ejército de los cruzados, en su camino hacia oriente, fundó cuatro principados latinos y, además, despertó la alarma del emperador griego.  La difícil situación de aquellos estados cruzados, situados a centenares de kilómetros de sus verdaderos amigos, a la greña con sus vecinos orientales y a menudo entre ellos mismos, inspirados por un ideal más religioso que político, pero obligados a asumir las realidades locales, dependientes de las simpatías occidentales, fácilmente alienadas por una aparente falta de fervor idealista, era algo que no puede pasarse por alto.  Estos estados no fueron nunca planificados  por hombres como los normandos de Italia, que habían estado al acecho, esperando su oportunidad.  Los estados cruzados fueron creados por la fuerza de un ejército de fanáticos que irrumpieron en la desprevenida Tierra Santa y sólo fueron preservados por la intervención intermitente de los ejércitos o el envío de gobernantes de occidente, perfectamente coordinados.
La falta de mundanidad de la idea de la cruzada fue lo que le prestó su especial atractivo a la causa, elemento que es preciso tener en cuenta a la hora de hacer el análisis.  Pero hay más: Alejo I, tras restablecer la fama militar de Constantinopla, tuvo que reconocer que las fuerzas militares de occidente se le habían hecho indispensables para sus guerras contra el Islam, mientras que el papa, que se había encargado de transmitir su petición de ayuda, no habría podido imaginarse nunca todo el número de caballeros y no caballeros que dejarían sus casas para hacer aquel increíble viaje a través de toda Europa e ir a la conquista de Jerusalén.  Los cuatro estados cruzados de Tierra Santa infundieron a los pueblos occidentales un evidente interés en las tierras del Oriente Medio, que ellos se empeñaban en defender, cosa que quedó demostrada cuando Eugenio III les pidió que rescataran el condado de Edesa, ocupado por Zenghi en 1143, y cuando Urbano III, aun ás presa del pánico, les solicitó que recuperaran Jerusalén después de que Saladino se apoderara de la ciudad en 1187.  En el siglo XIII había una fórmula establecida en favor de la cruzada: el llamamiento del papa prometía una recompensa espiritual por el servicio militar realizado, aparte de ventajas legales para los que hubiesen cumplido una sola vez los votos de la cruzada.  Los soldados idealistas incluso cooperaron en la consecución de algunos efectos militares temporales en estas expediciones hasta el siglo XV, pese a que los estados cruzados se perdieron y ya no volvieron a recuperase nunca más en manos de los musulmanes.  El último puesto avanzado del gobierno cristiano, en Acre, desapareció en 1291.  El idealismo de los soldados occidentales que aspiraba a conservar en manos cristianas el gobierno de las tierras donde había vivido Jesús de hecho sobrevivió a la mala fama conseguida por la errónea interpretación de la guerra contra los infieles por parte del papado, que la consideraba una guerra contra todos los enemigos activos de la Iglesia, ya fueran herejes, cismáticos o políticos.

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EL FERVOR CRISTIANO (III)

El estudio de todas estas reformas revela una sensación de insatisfacción con respecto a la fe sencilla de los primeros estadios de la perfección, corrompida por el tiempo y los abusos, pero contribuye muy poco a explicar cuáles eran las verdaderas fuentes de inspiración.  Tato en relación con el predicador laico no ortodoxo Waldo de Lyon como en lo que se refiere a Francisco de Asís, se dice que su inspiración religiosa provenía de historias vernáculas con valores de tipo caballeresco próximos a lo que constituía su mayor intimidad.  Hasta aquel momento la predicación a las gentes laicas de la cruzada había puesto de relieve la fuerza de los predicadores para provocar una respuesta popular a gran escala.  En otros lugares, así como en ciertas grandes ciudades, los predicadores habían conseguido provocar protestas populares contra el clero inmoral o contra herejes sospechosos, aun cuando el entusiasmo por la reforma religiosa en su conjunto no pueda atribuirse específicamente a los sermones de los clérigos.  Por otra parte, las autoridades eclesiásticas tampoco contemplaron seriamente la posibilidad de predicar a los laicos hasta una época bastante avanzada, es decir, hasta que reconocieron la necesidad de hacer frente a la herejía mediante una exposición razonada.  En épocas anteriores, el poder ejercido para excitar a las masas por medio de la predicación, como a menudo tenía como objetivo la inmoralidad de los clérigos y otros ofensores del código cristiano, generalmente comportaba implicaciones heterodoxas.  No es de extrañar que la jerarquía cristiana oficial acostumbrara a desaprobar tanto a predicadores como a laicos por trata de hacer cumplir la religión y la moral de acuerdo con un código propio.  Esta prueba del celo religioso demuestra que podía surgir de los lugares más singulares e insospechados.
Quizás encontremos más accesible el nuevo entusiasmo que despertaba la sed de aprender de grandes maestros, demostrada con la voluntad de millares de jóvenes (algunos posiblemente también del sexo femenino) de dedicarse al estudio.  Abelardo, el más famoso de los maestros parisinos de principios del siglo XII, había sido un estudiante que frecuentó las escuelas de París, Laon y otros lugares.  El estudio disciplinado y los exámenes con perspectivas de hacer carrera para los que se hicieran con el título surgió de esas actividades del siglo XII, pero las universidades fueron un producto del renacimiento de la cultura, no promotoras de la misma.
En el campo delas leyes no es difícil señalar los problemas prácticos que requerían soluciones legales y que fomentaban el estudio del derecho romano y de las leyes eclesiásticas a finales del siglo XI.  Pero estas argumentaciones tienen poca relevancia comparadas con los progresos del estudio de la lógica o de la teología, si bien la teología era deudora en gran parte de los cambios operados en la lógica.  En una época en que los monasterios se vieron sacudidos hasta los cimientos como resultado de la búsqueda de una mayor perfección espiritual, es evidente que existía menos acuerdo sobre el papel tradicional del conocimiento literario en las comunidades monásticas y quizá fuera esta la razón de que las escuelas de los obispados en el norte de Francia comenzaran a atraer estudiantes interesados en aprender, pero que no se sentían atraídos por el renacimiento monástico.  No sabemos cómo ni dónde pudo estimularse este interés por el conocimiento.  No es difícil demostrar que las nuevas disciplinas intelectuales que exigían un uso más estricto de las palabras y una capacidad intelectual para hacer distinciones claras pudieron tener unas consecuencias y ventajas prácticas para los obispos que contrataban personal para sus administraciones, pero no encontramos nada en los estudios en sí que nos indique que las consideraciones prácticas fuesen originariamente importantes o relevantes.

26/11/12

EL FERVOR CRISTIANO (II)

En el aspecto religioso, el cambio más importante consistió en la incomparable expansión de la vida monástica y en la desaparición del viejo monopolio benedictino en la inspiración religiosa de Occidente. La Cristiandad no había visto nunca tantos programas diferentes para una vida acomodada a unas reglas religiosas ni nunca había sido tan alto el número de casas fundadas en todas las zonas de occidente.  Es un hecho que no podía demostrarse de mejor manera el celo inspirado por el deseo de poseer una religión más amplia y más pura.  Como las autoridades de la Iglesia comenzaron a volver a reforzar las reglas del celibato para el clero ordinario, la Cristiandad se vio inundada de millares de hombres y mujeres solteros y enfervorizados precisamente en un momento en que había buenas razones para creer que la población en general iba en aumento.  El entusiasmo despertado por estas casas de célibes infundió a la sociedad un todo ascético y al mismo tiempo influyó en los ideales de la época de servidumbre y de caballería, si bien se centraba principalmente en librar batallas espirituales dentro de uno mismo más que contra los enemigos tangibles del cristianismo.  San Bernardo de Claraval, principal portavoz de la orden cisterciense, persuadió a un peregrino que iba camino de Jerusalén de que se quedase en el monasterio y que encontrase en él la "verdadera" Jersualén.  Más que considerar que esta actitud obstaculizaba positivamente el apoyo occidental a Tierra Santa, probablemente sería más acertado ver en ella el aviso de que aquellas almas que no se sintieran llamados por Dios a oriente podían recibir otras llamadas espirituales. El idealismo cristiano no estaba tan dividido contra sí mismo que no fuera capaz de ofrecer algo a cada uno, ya que es un hecho cierto que incluso los que cultivaban la tierra se sentían tan atraídos por la vida religiosa que habrían dejado su trabajo por las órdenes sacerdotales.  A la muerte de Bernardo en 1153, la orden cisterciense había crecido tanto que fue preciso detener el proceso; sin embargo, aquel proceso continuó y en la Europa oriental su momento álgido corresponde al siglo XIII.  En aquel mismo tiempo, más al oeste, las órdenes de frailes -dominicos y franciscanos- habían llevado adelante el ideal de la reforma religiosa, moviéndose en aquellas zonas desfavorecidas donde predominaban la herejía y la pobreza.  Como maestros y ministros, en oposición a los antiguos intereses monásticos, que únicamente se preocupaban del crecimiento espiritual de su propia comunidad, propagaron la religión entre aquellos que no la buscaban.  Desde el final del siglo XI hasta el principio del XIII no se secó ni un momento el torrente de la reforma religiosa.  No todas las reformas que se hicieron fueron duraderas ni aprobadas, ni las hubo tampoco totalmente ortodoxas, pero el fervor del cambio, la fe en las nuevas reglas, es decir, en los modelos de conducta, y la capacidad de los cristianos para verse arrastrados por estos proyectos nos parece ilimitada.  Tan sólo el decreto emanado por el Papa con respecto a que no debían constituirse órdenes nuevas y la insistencia en que todo nuevo proyecto debía adaptarse necesariamente a alguna regla existente consiguieron someter a control  todos estos movimientos.

EL FERVOR CRISTIANO (I)

Las comunidades cristianas de Europa salieron del siglo XI con un profundo sentimiento de compromiso religioso y en un estado de euforia militar.  Estas cualidades fueron demostradas en los siglos siguientes, a fin de extender por primera vez y por la fuerza la influencia occidental muco más allá de su propia circunscripción.  Obviamente fue, ante todo, una respuesta a la expansión previa del Islam; una lucha de fuerzas.  Cuando brillan con mas fuerza los poderes creativos de la Edad Media es durante el período que fue testigo de las cruzadas, del renacimiento intelectual de las escuelas, de la aspiración gótica de la arquitectura. También es un período de crecimiento vegetativo de la población, lo cual se demuestra palpablemente con la recuperación de la vida urbana.  Resulta más fácil ilustrar esta renovación de las energías occidentales que explicarla y el entusiasmo por las cosas conseguidas puede ocultarnos la complejidad de las cuestiones sometidas a discusión.  Es muy obvio, por ejemplo, que los éxitos de la religión organizada e intelectual para salir al paso de descontentos no ortodoxos, como la herejía de los cátaros, nos incita a aceptar con excesiva facilidad el análisis que hace la Iglesia de sus propios problemas.  Si nos fuera posible penetrar la naturaleza de los descontentos por cuenta propia veríamos la calidad de vida realmente vivida en las grandes "épocas de la fe" con menos ilusiones.  De la misma manera, nuestros intentos de entender los grandes movimientos de gente de todo tipo, inspirada para trasladarse al este en nombre de Dios, no se han aclarado demasiado con la invención de la palabra "cruzadas" por parte de los historiadores ni tampoco con la inclinación de los mismos a juzgarlas como campañas militares con objetivos militares definidos.  En loso tiempos modernos es fácil juzgar el fervor de los soldados como un sentimiento hipócrita o bárbaro, puesto que normalmente religión y guerra son términos que se contradicen entre sí.  Los intentos modernos de dividir la vida según unas categorías provienen de los esfuerzos hechos en el siglo XII para entender la filosofía antigua, aun cuando se han tardado siglos en entenderlo.  Las claras divisiones de las materias que consideramos esenciales para nuestra comprensión del pasado pueden convertirse en barrera que impida entenderlo, dado que dividimos lo que entonces los hombres mantenían unido bajo un mismo concepto.  Nuestra idea de sociedad civil con ejércitos profesionales entregados a operaciones puramente defensivas se opone a la experiencia medieval y a lo que aquella gente esperaba de la vida.  Incluso la experiencia reciente de las emigraciones y colonizaciones de determinadas partes del globo, al otro lado del mar, poco nos enseña sobre cómo se roturaron las tierras de Europa por obra de grupos de campesinos a lo largo de siglos, actuando cuando lo permitían las circunstancias y generalmente sin ser observados por los cronistas de la época.
La complejidad de las cuestiones de Occidente se ve agravada por la imposibilidad de identificar una entidad política principal capaz de asumir el peso de la Historia.  El imperio carolingio se desintegró durante el proceso de sus relaciones con sus enemigos bárbaros y con él desapareció la última posibilidad de contar la historia de Europa de la misma manera que se cuenta la de Roma.  La nueva Europa tenía, evidentemente, tantas cabezas como la hidra de Lerna.  Hay que admitir que los reyes germanos habían conseguido una cierta preeminencia con el título imperial, pero no supieron impedir la aparición de diferentes estilos monárquicos en Francia o Inglaterra ni evitar el nacimiento de una nueva monarquía en el sur de Italia.  Como la cristiandad estaba dividida en monarquías, de hecho sólo se encontraba unida en el aspecto religioso, si bien el celo que inspiraba la fe seguía adoptando muchas formas diferentes.  Con la conversión al cristianismo de los pueblos del norte y este de Europa a través de la intervención de los reinos bárbaros, llegó a su punto final la era de desórdenes que había hecho tan precaria la vida civil de estos últimos.  Esto permitió un nuevo inicio en sus sociedades, especialmente en la reforma de la vida religiosa encaminada a terminar con los "abusos".  No todos ellos eran manifestaciones del desorden de los tiempos, pero todos los proyectos que apuntaban a una reforma admitían que había llegado el momento de hacer una renovación general del cristianismo.  Muchos clérigos demostraban una gran seguridad en sí mismos al proponer diferentes programas de recuperación monástica que iban a desembocar en el programa de restaurar no sólo la buena fama de la iglesia romana sino también de convertirla en la promotora de la reforma de toda la Cristiandad.  Durante más de un siglo se prolongó la etapa de experimentos descomedidos sobre los cuales tan sólo el papado romano tenía un cierto dominio., en el mejor de los casos restringido a cuestiones de importancia más o menos religiosa.  Con todo, hasta el final del siglo XII este dominio fue más teórico que institucional.  La coherencia que se aprecia en los hechos correspondientes a esos años parece derivar de una fuente subterránea de energía e idealismo que brotó tan pronto como fueron eliminados los peligros inmediatos del paganismo.  Este idealismo estaba muy lejos de contentarse con unas mejoras de carácter limitado o circunscrito ya que, por sus aspiraciones, era universal y apuntaba a la restauración del cristianismo y al ataque denodado contra sus peores enemigos, los musulmanes.  No había ningún programa definido de renovación interna que no tuviera que ir seguido de un desafío exterior.

LOS MAGIARES

El cristianismo acechaba a los magiares desde cuatro untos.  En Constantinopla, dos de sus gobernantes recibieron el bautismo alrededor del 950; desde el oeste, el empuje bávaro era mantenido por razones cristianas por el obispo Pilgrim de Passau; desde el oroeste llegaban misioneros de Bohemia; a finales del siglo X llegaban otros de Italia.  El Papa concedió una corona al príncipe magiar, que fue bautizado con el nombre de Esteban y que se casó con la hermana de Enrique de Baviera (más tarde emperador).  Con el rey Esteban (1000-1038) la monarquía y la iglesia estaban organizadas en líneas carolingias.  Su centro religioso en Esztergom posiblemente albergó previamente cristianos eslavos y su capital secular Székesfehervar fue un centro ceremonial real en la nueva ruta de peregrinaciones a Jerusalén.  Los obispados húngaros se encontraban densamente situados a lo largo del curso del Danubio y en Panonia, la antigua provincia romana.  La gran llanura situada entre el Danubio y el río Tisza fue absorbida mucho más lentamente por la nueva estructura política , pero al final del siglo XI el reino se había extendido al otro lado de los ríos Drava y Sava, penetrando en Croacia, y en dirección este hasta Transilvania.
Sin embargo, desde el principio la conversión magiar había transformado el Danubio en un camino cristiano y, en 1020, terminando con ello la conquista de "Bulgaria", los griegos del sur habían llevado su frontera norte nuevamente hasta Belgrado.  Por vez primera era posible a los peregrinos moverse por tierras cristianas desde el Rhin a Constantinopla , y así comenzaron a hacerlo en gran número, movidos por el deseo de visitar Tierra Santa.  La iglesia del Santo Sepulcro, destruida por orden del califa fatimí en 1009, fue restaurada a expensas del emperador griego en 1038.  En cierto sentido, la conversión de los magiares había estabilizado la cristiandad; en otro, permitía que los cristianos, como en ningún otro momento de su historia, actuaran por su cuenta.

8/11/12

EL IMPERIO SAJÓN (III)

Mucho antes de su coronación imperial, Otón , al igual que Carlomagno, se había convertido en el gobernante más relevante de su tiempo, digno de ser emperador, y recibió y envió embajadas al gran gobernante de Córdoba, Abderramán III.  Viajó a lo largo y ancho de su imperio, mostrándose a sus vasallos hasta Calabria.  Pero el gobierno efectivo de su imperio, más aún que el de Carlomagno, pasó a descansar en los hombros de los obispos, habida cuenta que los gobernantes otonianos no disponían de una aristocracia a la manera de los francos, utilizada por Carlomagno para el gobierno de su imperio.  El imperio otoniano, por tanto, tenía más necesidad de deslumbrar a sus contemporáneos, de realzar la función del rey como un ser consagrado especialmente por Dios, de exaltar la dinastía sajona advenediza por encima de los duques.  En este aspecto, la alianza llevada a acabo con Constantinopla aumentaba el repertorio real de formas y ceremonias.  El clero estuvo a la altura de las circunstancias y su valor para la monarquía en esta fase contrasta con su situación en Francia, donde toda la organización eclesiástica había quedado eclipsada con el agresivo alarde de cualidades bélicas exhibidas por los príncipes territoriales.
Otón I se modeló conscientemente a la manera de Carlomagno, si bien en ningún momento contempló la idea de conquistar el reino francés para restablecer la unidad del imperio occidental.  A diferencia de Carlomagno, Otón no tenía en sus tierras gentes que hablaran en romance hasta que conquistó Italia y no fue sino lentamente que aquella dinastía acabó por descubrir la obligaciones que le imponía su título romano.  Otón I quiso conquistar las tierras imperiales del sur de Italia (967-970) y su hijo, Otón II luchó en ellas contra los sarracenos (982).  Sin embargo, Otón III fue el primero en concebir su gobierno como una renovatio imperii romani, inspirándose para ello tanto en su madre griega como en su erudito tutor Gerberto, a quien hizo Papa (Silvestre II, 999-1003).  Otón murió demasiado joven para ver cumplidos todos sus sueños, pero en cierto aspecto su idealismo tuvo unas consecuencias prácticas importantes.
Moytiech, príncipe bohemio, en su confirmación como cristiano, adoptó el nombre de Adalberto y a su debido tiempo se convirtió en segundo obispo de Praga (982).  Bautizó al príncipe magiar Stephen y acabó sufriendo martirio en Prusia (997).  Otón III, que lo había conocido en Roma, se hizo devoto a su culto y en el año 1000 peregrinó a su tumba en Gniezno.  Allí Otón estableció un nuevo arzobispado con tres obispos sufragáneos en Kolberg, Cracovia y Wroclaw. Esto minó las esperanzas de su abuelo en lo que a Magdeburgo se refiere y refleja el importante cambio que se produjo, particularmente desde la revuelta de los eslavos en el 983. Otón III, en vez de tratar de cambiar la posición, prefirió autorizar la independencia del naciente estado polaco y de este modo ahogar a los demás eslavos paganos entre dos poderes cristianos.  Entretanto podía exaltar su propio imperio, que contaría con reinos independientes.  Al propio tiempo, el papa nombrado por Otón III concedió al gobernante de Hungría una corona y un metropolitano.  Estos estados de Polonia y Hungría fueron los que, en definitiva, y contando con las bendiciones papales, marcaron los límites de la expansión alemana.
Los magiares al principio se extendieron por las grandes llanuras que rodean la cura del Danubio.  Esto ocurría en el 895 y, hasta que fueron derrotados en el Lech, no habían mostrado ninguna inclinación a establecerse y vivir en paz con sus vecinos.  Desde el punto de vista económico, eran en su mayoría nómadas.  En el siglo XII seguían haciendo una vida pastoral, viviendo en tiendas durante el verano y refugiándose en invierno en primitivas chozas de caña.  Apenas puede sorprendernos que, en el siglo X, prefirieran beneficiarse de las ganancias y aventuras que les proporcionaban sus incursiones en las tierras de sus prósperos vecinos, sobre todo cuando esperaban no encontrar excesiva resistencia por parte de los mismos.  Después de resignarse a quedarse en casa, se extendieron por la llanura, si bien los centros de su nuevo estado se situaban a lo largo del Danubio y en Panonia.

EL IMPERIO SAJÓN (II)

No fue tan fácil desembarazarse de los eslavos.  Eran pueblos que se habían afincado, que cultivaban tierras más allá del Elba, pero que seguían siendo paganos.  En este amplio frente persistió la guerra durante todo el siglo X e incluso después del mismo.  Los reyes sajones descendían de una familia que poseía grandes extensiones de tierras en Eastfalia y tenían el compromiso de extender la influencia alemana hacia el este.  Las presiones de los sajones se extendieron al otro lado del Elba y penetraron en Holstein y, desde allí, en el norte de Schleswig en dirección a los daneses o Elba arriba contra las diferentes tribus eslavas, los abodritas, los liutizes y los lausiatianos.  Más al sur, los eslavos, serbios y checos chocaron con Franconia y Baviera.  Brandemburgo, importante centro eslavo, en tiempos de Enrique I fue ocupado y Meissen, más al sur, establecido como base, pero Otón I, desde el principio de su reinado, hizo el decidido esfuerzo de colonizar y convertir las tierras eslavas, estableciendo dos territorios de marcas, en el bajo Elba y en la región de Elba-Saale.  En el 947, Otón consideró oportuno establecer seis nuevos obispados, tres al norte del Holstein dependiente del arzobispado de Hamburgo, y tres dependientes de Mainz, en Oldenburg, Havelberg y Brandemburgo.  Sólo después de su victoria en el Lech, Otón planeo una nueva provincia eclesiástica con base en Magdeburgo, en Eastfalia, que durante mucho tiempo había sido uno de sus lugares preferidos de residencia y que formaba parte de la dote de su primera esposa.  Estaba ya dotado con un nuevo monasterio, fundado en el 937, dedicado a San Mauricio, cuya fama como santo guerrero estaba entonces en su apogeo.  Este proyecto, alimentado por Otón I y llevado a la realidad sólo gracias al apoyo papal trece años más tarde contra los deseos del obispo diocesano local de Halbertstadt y su metropolitano en Mainz, debía crear una nueva provincia desde la cual podrían convertirse todos los pueblos eslavos del este.  La misma Magdeburgo tendría una situación espléndida, con sacerdotes, diáconos y subdiáconos: iba a ser la Nueva Roma de Otón en oriente, la rival de Aquisgrán o de Constantinopla.  Sin embargo, en la época en que el proyecto iba a ser llevado a la realidad, Mieszko, el gobernante de "Polonia", todavía más al este, ya estaba en relaciones amistosas con Otón.  A consecuencia de esto, surgió una comunidad política nueva, por lo que eran previsibles en el este unos límites a la difusión de la influencia alemana.  Más al sur, el gobernante de Bohemia, Wenceslao I, también se había hecho cristiano.  Antes de la todavía improbable conversión de los húngaros, Otón I, después de su victoria en el 955, protegió Alemania frente a otros ataques húngaros con el establecimiento de marcas fronterizas en Austria y Carintia.  Así pues, cualesquiera que fuesen las ambiciones de Otón para seguir presionando en el este, esbozó los límites orientales del imperio alemán.

EL IMPERIO SAJÓN (I)

Como el Reino Medio y Francia, el reino germánico había sido dividido en tres partes (865) por su primer rey Luis el Germano, antes aun de su muerte en el 876.  Pero las divisiones operadas en los territorios del sureste, suroeste y norte contaron con poco tiempo para establecerse.   Una vez depuesto Carlos el Gordo en el 887, Arnolfo de Baviera reunificó el reino.  Desde el 870 este había incluido la Lorena, adquirida por Luis a partir del Reino medio.  Cuando murió Arnolfo en el 899 dejando a un niño para que se hiciera cargo del gobierno (Luis el Niño, rey entre 899 y e 911), la monarquía se convirtió en una ficción, ya que el poder verdadero estaba en manos de los duques de Baviera, Suabia, Franconia, Sajonia y Lorena.  
Dejando aparte el de Baviera, ninguno de estos ducados tenía una historia larga, ya que en el 911 no había ningún duque que perteneciera a la familia real.  Sin embargo, Arnolfo de Baviera se las había arreglado para poner a un pariente suyo como duque de Franconia y en el 911 otro duque, Conrado, fue elegido rey de Alemania (911-918).  En Baviera, un nuevo duque, Arnolfo, trató de mantener la preeminencia de aquel ducado, incluso frente al sucesor de Conrado, Enrique de Sajonia, pero la afirmación de la monarquía por parte de los sajones prevaleció sobre las aspiraciones de los ambiciosos duques.  De todos los reinos que surgieron durante el imperio carolingio, el alemán fue el que se mostró más capaz y el que mereció la corona imperial.  En este aspecto los reyes sajones son los que merecen más crédito, sobre todo por saber resistir denodadamente a las presiones que los incitaban a dividir las tierras reales entre sus vástagos.  La monarquía, pues, se elevó por encima de las normas de herencia de los nobles de tipo corriente.  En lugar de ello, a los hermanos e hijos de la realeza les fue confiado el gobierno de los ducados, divisiones importantes del reino, pero sujetos a supervisión regia.  Los ducados estaban lejos de ser homogéneos, ya fuera por la ley, la costumbre o la cohesión de sus más destacadas familias.  Los duques también se veían sujetos a irradiar en diferentes direcciones como resultado de la simple realidad geográfica, o bien eran víctimas de rivalidades, como ocurrió entre Suabia y Baviera con respecto a Italia.  Sólo en Sajonia la promoción del duque del más recientemente convertido de los pueblos germánicos a la realeza, y más tarde al imperio, generó un orgullo tal que fue capaz de mantener a los gobernantes otonianos hasta el siglo XI.  A diferencia de sus predecesores francos, sin embargo, los sajones no se diseminarían por el imperio siguiendo a sus reyes ni establecerían tampoco una nueva aristocracia imperial, ya que ellos y sus reyes estaban comprometidos con las poblaciones locales y extendieron la guerra a través de la frontera oriental contra los eslavos.
Tanto Enrique I como su hijo Otón I se labraron extraordinaria fama por su osadía y sus victorias con sus tratos con los magiares.  Imitando a su contemporáneo inglés Eduardo el viejo, quien construyó ciudades fortificadas, Enrique I comenzó a construir modestamente Quendlimburg y Merseburg.  También embaucó a sus enemigos magiares consiguiendo de ellos una tregua de nueve años, lo que le permitió prepararse concienzudamente. Cuando reanudó la guerra, Enrique salio victorioso de ella en el 933, y su hijo Otón I consiguió repelerlos al volver a atacar en el 937.  Baviera sufrió el impacto de sus ataques desde su base de Hungría y, bajo el hermano de Otón, el duque Enrique, los germanos los persiguieron por vez primera hasta el mismo territorio magiar.  Su ataque de retorno al sur de Alemania coincidió oportunamente con el levantamiento político que allí se produjo, aun cuando Otón obtuvo contra ellos una resonante e indiscutible victoria en la batalla de Lech, en el 955.  Sus líderes fueron capturados y ejecutados.

6/11/12

CAOS EN ITALIA

La conquista de Sicilia por parte de los sarracenos, llevada a cabo desde el norte de África durante el siglo IX, dejó al emperador de Constantinopla en posesión de Calabria y de "tacón" de Italia desde donde los emperadores macedonios soñaban con restablecer su dominio sobre toda Italia.  Antes de la pérdida de Siracusa en el 878, los griegos se habían posesionado de Bari (876) a la muerte de Luis II y habían tomado bajo su protección al príncipe de Benevento (873).  Sin embargo, las cuestiones del sur de Italia ya no podían ser organizadas por ningún poder imperial.  El general griego Nicéforo Focas fue reclamado muy pronto para solucionar las acuciantes necesidades que presentaban las fronteras de Bulgaria y Cilicia.  La posición de los griegos en Italia se vio reforzada a finales del siglo IX, pero no pudo evitar la ocupacion de Taormina por parte de los musulmanes en el 902, es decir el último puesto avanzado de Sicilia  La isla, incluso bajo los musulmanes, tuvo una historia muy variada, en parte debido al ascendiente del califato fatimita cismático en el África del norte, zona a la que pertenecía Sicilia.  Una vez trasladada la base fatimita a El Cairo, Sicilia psó a ser autónoma y aislada, lo cual, tras un breve periodo glorioso, fomentó los enfrentamientos dentro de la isla que abrieron la vía a la intervención griega y, más adelante, a la intervención normanda.  Sin embargo, hasta mediados del siglo X, la potencia naval fatimita había quitado a las ciudades costeras italianas todo sentido de seguridad.  Los musulmanes se habían aprovechado de las disputas políticas para intervenir en Nápoles en el 837 e incluso habían hecho acto de presencia en aguas venecianas en los primeros años de la autonomía veneciana.  Saquearon Roma fuera de las murallas en el 846 e incuso, treinta años después, Juan VIII les pagaba tributo.  El saqueo de Génova se produjo nada menos que en el 934-935 y la base que establecieron en Fraxinetum, en Provenza, en el año 888, no fue destruida hasta el 975.
Las cuestiones relativas ala región centro-sur de Italia, dirimidas entre el reino longobardo y el imperio griego, se habían visto dominadas por el gran ducado de Benevento, cuya fundación databa del 570.  El territorio se había mantenido unido, expansionándose hacia Grecia y, a diferencia del otro ducado de Spoleto, al sur de Lombardía, había eludido las garras de los últimos reyes longobardos.  En tiempos de Carlomagno había aceptado la protección imperial y se había erigido en principado en el 744.  A mediados del siglo IX este principado se dividió en dos, Benevento y Salerno (849), y cincuenta años más tarde, Salerno perdió el control de Capua, que pasó a ser un principado autónomo.  Gaeta, Nápoles y Amalfi, que no habían aceptado nunca el dominio de Benevento, eran repúblicas marítimas y consideraron que era político, al igual que lo había considerado Venecia, reconocer al emperador de Constantinopla, ya que los carolingios no habían realizado sus pretensiones en el sur.
En Roma, donde los papas nombraban emperadores desde el 800, el caos de la península, al igual que en otros lugares, había elevado los poderes locales a un rango preeminente.  Con el colapso de la misión imperial carolinga los papas habían perdido también su función como figuras universales.  Esto se refleja en una gran serie de biografías papales que no van más allá del 872.  Durante los dos siglos siguientes, la historia oficial romana se limita a mencionar escuetamente los nombres de los papas.  Juan VIII (872-882) fue el último pontífice que estuvo a la altura de sus responsabilidades para ocuparse políticamente de los musulmanes.  En el siglo siguiente tan sólo hubo un papa que reinara más de nueve años. Hubo treinta papas en este tiempo, lo que significa que sus pontificados fueron por término medio excesivamente breves para que les permitieran dar realidad a un gobierno efectivo.  La mayoría de los papas procedían de Roma y Roma estaba regida por la familia aristocrática de Teofilacto, la cual proporcionó tres papas, entre ellos, Juan XII.  En un mundo post-carolingio, el papado a duras penas podía evitar un destino común, particularmente teniendo en cuenta que la principal consecuencia de la norma carolingia sobre el papado había sido la adquisición de las tierras de Pedro.  Así pues, el papado, por lo menos legalmente, pudo aprovecharse de las pérdidas de las tierras de la iglesia confiscadas por los longobardos en el norte y por los emperadores iconoclastas en el sur, pero este estado de la iglesia requería el gobierno al igual que las tierras que eran dominio del rey.  El aventurero Alberico I (que murió en el 925), que había luchado con éxito contra los musulmanes, y su hijo Alberico II proporcionaron la autoridad que a los papas no les era dado ejercer.  En el 962, cuando Otón I se dispuso a gobernar en Italia, eran muchas las cosas que quedaban a cargo del emperador.
El poder el emperador de Occidente se hizo mucho mas necesario en Italia después del 963, cuando el nuevo emperador de oriente, Nicéforo Focas dio a conocer sus planes para reafirmar la autoridad imperial en el sur de Italia.  Otón, pues, recibió la ayuda de Pandulfo de Benevento y atacó la ciudad de Bari.  Pero Otón quería también contar con el reconocimiento de su situación en Italia por parte de quien gobernaba en Constantinopla, por lo que entró en negociaciones.  La cosa terminó con la boda de su hijo Otón II con Teófano, sobrina del nuevo emperador Juan Tzimisces (972).  Otón, satisfecho con su último éxito, regresó a Alemania para morir en el 973.

LOS NUEVOS ESTADOS DE LAS TIERRAS CAROLINGIAS (V)

El gobierno en el norte de Italia no había comportado hasta entonces el dominio real de toda la península y el poder de Otón en el norte de Italia al principio no parecía menos precario ni era mejor acogido que el de sus efímeros predecesores.  El gobernante de Roma, el patricio Alberico, se negó a recibir a Otón, pero después de la muerte de Alberico (957), su hijo, el lujurioso papa Juan XII (papa entre el 955 y el 964), estimó que Berengario de Ivrea y su facción constituían tal amenaza para el estado papal que invitó a Otón a volver a Italia.  Al llegar Otón a Roma fue coronado emperador (febrero de 962).  Por aquel entonces Otón había demostrado que era el gran vencedor de los magiares (955).  Sin embargo, Juan XII deseaba más un aliado que un señor, y fue demasiado tarde cuando descubrió que Otón no se contentaba con ayudar al papado y que aspiraba a adueñarse de Italia, para demostrar lo cual pasó seis años en el país (966-972).
Los papas, que primeramente habían traído los carolingios a Italia, habían buscado la protección del norte contra los poderes locales de la península al serles retirado el apoyo imperial de Constantinopla.  Las disputas en el seno de la familia carolingia después de la muerte de Carlomagno les habían retirado esta ventaja.  Únicamente el emperador Luis II había desempeñado adecuadamente los deberes imperiales, luchando contra los musulmanes que desde el siglo IX se movían dentro e Italia.  Incluso recuperó la ciudad griega de Bari al arrebatársela a ellos antes de morir en el 871.  Luis II disponía solamente de los recursos del reino italiano, y sus sucesores, ya se llamasen reyes, ya emperadores, no demostraron capacidad ninguna ni devoción al deber.  Hugo de Provenza, que se convirtió en rey de Italia en el 926, tenía el propósito de extender su poder hacia Roma.  Al llegar a la ciudad se casó con Marozia, viuda de Alberico I, en el 932, pero fue expulsado.  Aunque conquistó Rávena y Pentápolis (938), sus dificultades no habían conseguido otra cosa que allanar el camino a los magiares, cuyas incursiones fueron el peor flagelo que había sufrido la península desde el 899.  Entrando en Italia a través de Friuli, llegaron en sus incursiones por tres veces hasta Apulia en dirección sur y penetraron muchas más veces ne Lombardía, llegando a invernar en Italia central (937-938).  Iba en busca de botín y esclavos, atacando allí donde suponían que encontrarían poca resistencia, evitando montañas y ciudades, donde de nada es servían sus caballos.  Contra sus impredecibles ataques la única protección con la que contaban consistía en construir puntos defensivos y alentar a la población desperdigada a que se reagrupase y a que reorganizase la agricultura en torno a esas plazas fuertes.  Durante cincuenta años la iniciativa corrió a cargo de los señores locales, cuyo programa de construcción de castillos (incastellamenti) conformó el desarrollo de la sociedad italiana en el curso de las futuras generaciones.

NUEVOS ESTADOS EN LAS TIERRAS CAROLINGIAS (IV)

El carácter proteico de los nombres en las tierras del Reino Medio tal vez quede mejor demostrado con el caso de Borgoña, que en el 924 se convertiría en un reino que se extendía desde Basilea por la parte nordeste hasta Arles por el suroeste.  Este reino se había formado a partir de las tierras del Reino Medio, separadas primeramente en el 855.  Gran parte de él comprendía el sector asignado entonces a Carlos (duque entre el 855 y el 863), reconstituido más o menos por Boso, conde de Vienne, para sí mismo (880-887).  Su hijo Luis, nieto del emperador Luis II, se sintió atraído por Italia, donde fue coronado y de donde regresó, ciego, en el 905.  Este reino de Provenza fue adjudicado al rey Rodolfo II de Borgoña (912-937) a cambio de renunciar a sus pretensiones en Italia. El originario reino de Borgoña, con base en St. Maurice d'agaune, junto al Ródano y en el camino de Langres a Italia a través del paso del Gran San Bernardo, fue creado por Rodolfo I (888-912).  Inicialmente este había esperado convertirse en rey de Lorena (888), en aquellas tierras que habían sido de Lotario II, antes de que fueran divididas entre los reyes de Italia, Francia y Alemania y reunidas primeramente en manos de Carlos el Calvo (que murió en el 877) y después de Carlos el Gordo.  Rodolfo aprovechó la oportunidad ofrecida por las muertes de Boso y Carlos el Gordo para proclamarse rey, pero en pocos meses tuvo que renunciar a sus pretensiones sobre Alsacia y Lorena y consolarse con las tierras del este de Suiza y del otro lado del Jura.  Su hijo Rodolfo II extendió su reino inicialmente hacia el nordeste, incorporando los condados de Aargau y Zurich.  Arrinconado en el norte de Italia después del 922, renunció a sus pretensiones a hacerse con aquellas tierras en el 923 a cambio de que Hugo de Provenza le ofreciera el reino meridional de Provenza.  La efectividad de la monarquía borgoñona en tierras que habían vivido historias tan diversas durante casi un siglo era menor incluso que la de los últimos carolingios y primeros Capetos en Francia.  Pero el reino, tal como estaba, pasó indiviso al hijo de Rodolfo, Conrado, aunque bajo la protección de Otón II de Alemania, su cuñado, y más tarde a Rodolfo III (rey 993-1032).  El marido de su sobrina, el rey alemán Conrado II, incorporó finalmente el reino al suyo propio (1037).
La incorporación del reino borgoñón constituía la última fase de los esfuerzos alemanes para rectificar el proceso de división de las tierras carolingias, fragmentadas en el 843.  La fase penúltima había sido la adopción por parte de Otón I del título de rey de Italia.  Esto solventó, por fin, las disputas sobre la monarquía en aquella zona, que habían sido constantes desde la muerte del emperador Luis II en el 875.  Italia, a continuación y hasta e siglo XIX, no tuvo más rey que el rey alemán, o emperador.  Los pretendientes a la corona venían generalmente del norte: entre los carolingios estaban Berengario I (888), Arnolfo (896) y Luis de Provenza (900); entre los demás figuraba Rodolfo de Borgoña, Hugo de Provenza y Berengario de Ivrea (950), todos anteriores a Otón.  Otón se presentó en Italia en respuesta a la llamada de Adelaida, viuda del rey Lotario (946950) e hija de Rodolfo II; cuando Otón se casó con ella, adquirió los mismos derechos que los reyes de Provenza y Borgoña.  Para Italia tenía la ventaja de estar en condiciones de frenar las invasiones de los ducados alemanes de Suabia y Baviera, regidos por su hijo y su hermano, respectivamente.