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26/11/12

EL FERVOR CRISTIANO (II)

En el aspecto religioso, el cambio más importante consistió en la incomparable expansión de la vida monástica y en la desaparición del viejo monopolio benedictino en la inspiración religiosa de Occidente. La Cristiandad no había visto nunca tantos programas diferentes para una vida acomodada a unas reglas religiosas ni nunca había sido tan alto el número de casas fundadas en todas las zonas de occidente.  Es un hecho que no podía demostrarse de mejor manera el celo inspirado por el deseo de poseer una religión más amplia y más pura.  Como las autoridades de la Iglesia comenzaron a volver a reforzar las reglas del celibato para el clero ordinario, la Cristiandad se vio inundada de millares de hombres y mujeres solteros y enfervorizados precisamente en un momento en que había buenas razones para creer que la población en general iba en aumento.  El entusiasmo despertado por estas casas de célibes infundió a la sociedad un todo ascético y al mismo tiempo influyó en los ideales de la época de servidumbre y de caballería, si bien se centraba principalmente en librar batallas espirituales dentro de uno mismo más que contra los enemigos tangibles del cristianismo.  San Bernardo de Claraval, principal portavoz de la orden cisterciense, persuadió a un peregrino que iba camino de Jerusalén de que se quedase en el monasterio y que encontrase en él la "verdadera" Jersualén.  Más que considerar que esta actitud obstaculizaba positivamente el apoyo occidental a Tierra Santa, probablemente sería más acertado ver en ella el aviso de que aquellas almas que no se sintieran llamados por Dios a oriente podían recibir otras llamadas espirituales. El idealismo cristiano no estaba tan dividido contra sí mismo que no fuera capaz de ofrecer algo a cada uno, ya que es un hecho cierto que incluso los que cultivaban la tierra se sentían tan atraídos por la vida religiosa que habrían dejado su trabajo por las órdenes sacerdotales.  A la muerte de Bernardo en 1153, la orden cisterciense había crecido tanto que fue preciso detener el proceso; sin embargo, aquel proceso continuó y en la Europa oriental su momento álgido corresponde al siglo XIII.  En aquel mismo tiempo, más al oeste, las órdenes de frailes -dominicos y franciscanos- habían llevado adelante el ideal de la reforma religiosa, moviéndose en aquellas zonas desfavorecidas donde predominaban la herejía y la pobreza.  Como maestros y ministros, en oposición a los antiguos intereses monásticos, que únicamente se preocupaban del crecimiento espiritual de su propia comunidad, propagaron la religión entre aquellos que no la buscaban.  Desde el final del siglo XI hasta el principio del XIII no se secó ni un momento el torrente de la reforma religiosa.  No todas las reformas que se hicieron fueron duraderas ni aprobadas, ni las hubo tampoco totalmente ortodoxas, pero el fervor del cambio, la fe en las nuevas reglas, es decir, en los modelos de conducta, y la capacidad de los cristianos para verse arrastrados por estos proyectos nos parece ilimitada.  Tan sólo el decreto emanado por el Papa con respecto a que no debían constituirse órdenes nuevas y la insistencia en que todo nuevo proyecto debía adaptarse necesariamente a alguna regla existente consiguieron someter a control  todos estos movimientos.

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