El espectáculo que mostraba cómo
los grandes hombres  eran derribados de
su pedestal probablemente fue motivo de satisfacción  para aquellos que no trataban de elevarse por
encima de su nivel, ya fuera por los caminos de la iglesia, ya fuera por los
del Estado. Los auténticos forjadores de la Edad Media fueron los que componían
la mayoría anónima que, a lo largo de generaciones, trabajaron en su propia
comunidad. Ni la brevedad de la vida de un individuo ni la fragilidad de los
logros humanos minaron nunca la creencia de que la suerte que correspondía al
hombreen ese mundo tan imperfecto era el trabajo esforzado  y que la finalidad de trabajar era  encontrar un medio de vida: especialmente la
agricultura. Las únicas  obras salidas de
manos de hombre  destinadas a perdurar
eran las dedicadas a Dios. El hombre, con su idealismo centrado en Dios, podía
disfrutar de la vida  por lo que era
realmente, sin hacerse ilusiones. De ahí la paradoja, vista con ojos actuales,
de hombres exaltados por su espíritu y a la vez condenados por su  conducta. No hay duda de que la vida era muy
difícil para  la mayoría y las más de las
veces no había otra alternativa que vivir de acuerdo con las circunstancias
inmediatas, haciendo frente a bruscos cambios de  modos y situaciones, sin poner un orgullo
estoico en  la coherencia, aprovechando
las oportunidades de disfrutar y de ser feliz gozando de una buena compañía o
experimentando los placeres más brutales de la pelea, la violencia y la
venganza.  Aceptaban la necesidad de
vivir para los demás, de gozar del calor humano y de la sociedad, sin pensar
nunca en llevar una vida solitaria yendo en pos de la realización personal. Los
ermitaños eran seres excepcionales, dignos de una visita, , ya que la mayoría
de los hombres vivían y trabajaban en el mismo lugar, pasaban toda su vida
junto a las mismas personas , entregados día tras día a sus ocupaciones. La
dispensa cristiana  impuso  por lo menos un día de descanso del trabajo
en toda la Europa medieval, el domingo, si bien la aceptación  de la semana como un ciclo de siete días  ya debió de imponerse durante el período
pagano. La  iglesia también trató de
obligar al descanso en un gran número de 
días santos a lo largo del año. La 
dedicación  al trabajo por espacio
de generaciones, a medida que aumentaba la población condujo a un a
transformación del ambiente. Los hombres ampliaron sus tierras y las cultivaron
para poder comer, congregándose en ciudades para manufacturar y comerciar con
sus vecinos. Un día, por fin, la red 
comercial puso a Europa  en
contacto con las remotas China e India. Sin embargo, de aquel orden económico-
social  no surgió ninguna coherencia
política  comparable al imperio romano, porque
en el período cristiano el poder político 
había perdido su derecho a ser un objetivo último. La transformación del
ambiente europeo, que constituyó un auténtico logro no impresionó  a los contemporáneos  como ha impresionado a los escritores
modernos. Aquellos que trabajaban de firme en su propia región raras veces
levantaban los ojos para lanzar una mirada más allá de sus horizontes. Y
aquellos que poseían educación se encontraban involucrados en las preocupaciones
especiales de la gente culta de todas partes. En una época en la que el oficio
de escribir  no formaba parte esencial
del trabajo de los hombres,  ni siquiera
de los que gozaban de preeminencia política, aquellos que escribían no estaban  dispuestos a 
utilizar su talento para 
describir las ocupaciones de la vida diaria. Puesto que Dios era el
soberano, escribir era servirle.
El uso restringido de la
escritura en la Edad Media  no fue un
legado del imperio ni de la iglesia. Dentro del imperio, la iglesia había
conseguido extender de una manera natural su influencia sobre los hombres y
llegar hasta las capas más bajas autorizando 
el uso de las diferentes lenguas, ampliamente diseminadas. Sus
escrituras estaban escritas en griego demótico y  su primitiva liturgia estaba redactada
en  siríaco  y copto, no sólo en griego y en latín. Aunque
el alfabetismo  no era universal dentro
del imperio, es un hecho que era un don estimable. El funcionamiento del
imperio dependía de todos sus funcionarios y partidarios, que reconocían la
importancia de la educación. Esta conciencia no sobrevivió  al derrumbamiento de la administración
imperial romana en occidente. A partir de aquel momento el gobierno dejó de
reposar en la disponibilidad de aristócratas y ciudadanos ilustrados, en
instrumentos escritos del gobierno, en la  existencia de escuelas y bibliotecas y, hasta
después del siglo XIII o  XVI,
aquellos  no volvieron a convertirse en
elementos comunes o preeminentes de la vida pública. El clero  de la iglesia cristiana y algunos monjes  siguieron conservando el sentido de la  importancia de la cultura, en primer lugar
porque habían conocido la revelación cristiana a través de las escrituras,
acompañadas de comentarios patrísticos más o menos ilustrados y, en segundo
lugar, porque  a medida que el clero iba
sumergiéndose  cada vez más en su mundo
que ya no hablaba latín, se hacía preciso que las escuelas  se esforzasen en enseñar latín al clero. Como
iba disminuyendo el volumen de literatura consultada, también se hacía
necesario  el uso de códices (libros) en
los que se copiaban unos pocos textos básicos 
y, consecuentemente, se abandonaba el de los rollos, de uso común en la
antigüedad. Para el clero y su cultura 
aprendida en los libros saber leer y escribir era indispensable, pero la
mayoría de los cristianos laicos iban dejando 
el alfabetismo a los curas, reconociendo que los libros que éstos
manejaban eran preciosos pero de escaso valor para el pueblo. En las casa de
los nobles, particularmente al principio no se comprendía el valor de la
literatura escrita ni para el gobierno ni para la cultura, como había ocurrido
en el imperio romano.
No podían olvidarse los letales
efectos de la educación literaria romana pero la decadencia  del 
alfabetismo  no sólo significó  la desintegración de la inspiración imperial,
sino que ejerció sus efectos nefastos 
sobre la civilización. Sin embargo, aún siendo reducido el número de los
alfabetizados, con el aprendizaje habían adquirido el sentido de la continuidad
en el tiempo de la comunidad humana, así como del papel que desempeñaban los
libros en la transmisión de la cultura de una generación a otra, lo que hacía
que cualquier persona pudiera enterarse a través de la lectura de las hazañas
de un hombre. De aquí derivó una cierta noción 
de la universalidad del conocimiento, la sensación de que algo podía
aprenderse del pasado y una cierta idea del tiempo que había durado aquella
civilización que se había desarrollado en la cuenca mediterránea.
Los pueblos germánicos  no utilizaron la escritura para
comunicarse  a través de las generaciones
ni tampoco entre los diferentes pueblos. Tenían otros medios para comunicar su
cultura de una generación a otra  y,
aunque éstos probablemente hacían  más
viva y personal su herencia cultural, reducían su ámbito y su alcance. La
cultura de occidente quedó, pues, 
fragmentada y el latín subsistió 
sólo para los que recibían una educación más formal. Las  culturas seculares en lengua vernácula  tenían necesariamente una difusión muy local,
ya que ésta variaba extraordinariamente 
según las regiones. Si la invención de la imprenta palió algunas
desventajas, empeoró otras, ya que perpetuó la división de occidente en
compartimentos con unas lenguas “nacionales”, fenómeno desconocido en el
imperio romano. Incluso fue posible prescindir del latín  para la adquisición de cultura, una vez las
traducciones y  los escritos
eruditos  en lengua vernácula abrieron
paso a la posibilidad de culturas mono glotas. Así pues, la desaparición del
alfabetismo romano  tuvo importantes
consecuencias para occidente. En China, pese a los disturbios que se
produjeron, sobrevivió la unidad lingüística y literaria.
Los escritos en latín y en las
lenguas vernáculas rara vez hacen referencia a las principales actividades de
la gente corriente de la época y si la mayoría de las ocupaciones
habituales  de los hombres quedaron al
margen  de la mirada de los que escribían
las crónicas, tan sólo ha sobrevivido una pequeñísima parte  de los artefactos producidos entonces para
permitir que nos hagamos una vaga  idea
de todos los aspectos de la actividad humana. Las condiciones de vida
medievales, dejando aparte las 
venerables iglesias, militaban contra la construcción de magníficos
edificios y la conservación de artículos valiosos. Es obvio que nuestra visión
del mundo antiguo se basa principalmente en la imponente realidad de sus
grandes ciudades, que demuestran hasta qué punto la civilización mediterránea
se hallaba entroncada con la vida política. Las sociedades humanas estaban  organizadas de modo que se pudieran  extraer de la tierra o del mar un excedente
suficiente para mantener un nivel superior de cultura intelectual entre los
ciudadanos, de manera que hasta los mismos esclavos pudiesen  beneficiarse de aquellas ventajas. Las ciudades
medievales  producían una impresión muy
diferente. La magnificencia  iba
atenuándose. La sociedad cristiana,  que
cada vez iba inclinándose más hacia la idea 
de que la manumisión de los esclavos era empresa meritoria,  comenzó a prescindir del trabajote los
mismos, lo que con el tiempo creó  una
fuerza de trabajo de hombres libres, como ocurrió por ejemplo en los lugares
donde se construía. Aquella sociedad sólo podía mantener  un número reducido de nobles y casi ningún
“funcionario”. La  mayoría  de los hombres trabajaban y vivían en el
campo y, aunque la ciudad sobrevivió, pasó a desempeñar una función totalmente
diferente de la que tenía en la antigüedad. La vida en las ciudades ya no
plasmaba  las esperanzas generales en
cuanto a posibilidades de vida. El cambio no tenía nada que ver  con el desarrollo de una religión que hablaba
de otro mundo. La iglesia daba más importancia a las ciudades  como instituciones romanas que sus feligreses
bárbaros. Los bárbaros, por su parte,  o
no tenían tiempo para la vida de la ciudad 
o carecían de conocimientos para regenerar  la actividad cuando la responsabilidad  del gobierno recaía en sus manos. En todos
los puntos del imperio, las viejas ciudades romanas  reducían bastante sus dimensiones y quedaban,
a lo sumo,  como meras sedes de la
autoridad eclesiástica. A principios del siglo XII, la recuperación de la
actividad económica, industrial y comercial trajo consigo una cierta renovación
de la energía urbana, pese a lo cual las ciudades medievales no llegaron nunca
a recuperar el puesto de las antiguas como centros de civilización y, salvo en
Italia, los pueblos de Europa no quedaron sometidos políticamente a las
ciudades, a las que sólo miraban en caso de precariedad económica. En este
aspecto también es evidente que las ciudades industriales modernas son
heredadas de la tradición medieval y no de la antigua.
Fue, en cambio, durante el
período medieval que el campo adquirió reconocimiento. Si el imperio romano
hubiera sido invadido simplemente por unos nómadas como los hunos, al igual que
ocurrió en China con los mongoles, la consecuencia podría haber sido la  supervivencia de un régimen de tipo imperial.
Los invasores nómadas causaron al imperio romano unos daños permanentes
mínimos. A la larga, fue la persistente invasión del imperio romano por
cultivadores bárbaros lo que acabó  por
cambiar su carácter. Algunos bárbaros se limitaron durante un tiempo a ocupar
el puesto de los terratenientes romanos en su función de propietarios de
grandes fincas. Sin embargo, aquel sistema predominante del cultivo a la manera
romana acabó por desaparecer y fue sustituido, en gran parte de Europa, por un
esquema de tenencia de la tierra que permitía que los campesinos intervinieran
en el cultivo de las tierras que rodeaban las pequeñas poblaciones. Durante
siglos, la mayor parte  de los habitantes
de la Europa occidental nacieron en esas comunidades rurales y crecieron en
ellas; de hecho, fueron pocos los que salieron de ellas para hacer carrera en
otro sitio, ya fuera en la ciudad, ya fuera en la iglesia. La presión
persistente ejercida por estos grupos sobre la tierra indujo a desbrozar
bosques y a desecar pantanos.
Gracias a sus esfuerzos
cooperativos, quedaron sujetas al arado las tierras buenas y menos buenas del
norte de Europa. La cultura mediterránea seguía siendo un señuelo que fascinaba
a los caudillos de las sociedades septentrionales, a los que dotaba de
codiciados ornamentos. Sin embargo, desde el principio de la Edad Media, el
poder recién adquirido por los pueblos del norte fue puesto a prueba a través
de su capacidad de sojuzgar el imperio y crear un nuevo orden  por cuenta propia. Quiso el destino que este
logro  de carácter rural pasase
inadvertido o que nadie  valorase cuál
era su significado.
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