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9/1/14

LAS LIMITACIONES DE LA AMBICIÓN


El espectáculo que mostraba cómo los grandes hombres  eran derribados de su pedestal probablemente fue motivo de satisfacción  para aquellos que no trataban de elevarse por encima de su nivel, ya fuera por los caminos de la iglesia, ya fuera por los del Estado. Los auténticos forjadores de la Edad Media fueron los que componían la mayoría anónima que, a lo largo de generaciones, trabajaron en su propia comunidad. Ni la brevedad de la vida de un individuo ni la fragilidad de los logros humanos minaron nunca la creencia de que la suerte que correspondía al hombreen ese mundo tan imperfecto era el trabajo esforzado  y que la finalidad de trabajar era  encontrar un medio de vida: especialmente la agricultura. Las únicas  obras salidas de manos de hombre  destinadas a perdurar eran las dedicadas a Dios. El hombre, con su idealismo centrado en Dios, podía disfrutar de la vida  por lo que era realmente, sin hacerse ilusiones. De ahí la paradoja, vista con ojos actuales, de hombres exaltados por su espíritu y a la vez condenados por su  conducta. No hay duda de que la vida era muy difícil para  la mayoría y las más de las veces no había otra alternativa que vivir de acuerdo con las circunstancias inmediatas, haciendo frente a bruscos cambios de  modos y situaciones, sin poner un orgullo estoico en  la coherencia, aprovechando las oportunidades de disfrutar y de ser feliz gozando de una buena compañía o experimentando los placeres más brutales de la pelea, la violencia y la venganza.  Aceptaban la necesidad de vivir para los demás, de gozar del calor humano y de la sociedad, sin pensar nunca en llevar una vida solitaria yendo en pos de la realización personal. Los ermitaños eran seres excepcionales, dignos de una visita, , ya que la mayoría de los hombres vivían y trabajaban en el mismo lugar, pasaban toda su vida junto a las mismas personas , entregados día tras día a sus ocupaciones. La dispensa cristiana  impuso  por lo menos un día de descanso del trabajo en toda la Europa medieval, el domingo, si bien la aceptación  de la semana como un ciclo de siete días  ya debió de imponerse durante el período pagano. La  iglesia también trató de obligar al descanso en un gran número de  días santos a lo largo del año. La  dedicación  al trabajo por espacio de generaciones, a medida que aumentaba la población condujo a un a transformación del ambiente. Los hombres ampliaron sus tierras y las cultivaron para poder comer, congregándose en ciudades para manufacturar y comerciar con sus vecinos. Un día, por fin, la red  comercial puso a Europa  en contacto con las remotas China e India. Sin embargo, de aquel orden económico- social  no surgió ninguna coherencia política  comparable al imperio romano, porque en el período cristiano el poder político  había perdido su derecho a ser un objetivo último. La transformación del ambiente europeo, que constituyó un auténtico logro no impresionó  a los contemporáneos  como ha impresionado a los escritores modernos. Aquellos que trabajaban de firme en su propia región raras veces levantaban los ojos para lanzar una mirada más allá de sus horizontes. Y aquellos que poseían educación se encontraban involucrados en las preocupaciones especiales de la gente culta de todas partes. En una época en la que el oficio de escribir  no formaba parte esencial del trabajo de los hombres,  ni siquiera de los que gozaban de preeminencia política, aquellos que escribían no estaban  dispuestos a  utilizar su talento para  describir las ocupaciones de la vida diaria. Puesto que Dios era el soberano, escribir era servirle.
El uso restringido de la escritura en la Edad Media  no fue un legado del imperio ni de la iglesia. Dentro del imperio, la iglesia había conseguido extender de una manera natural su influencia sobre los hombres y llegar hasta las capas más bajas autorizando  el uso de las diferentes lenguas, ampliamente diseminadas. Sus escrituras estaban escritas en griego demótico y  su primitiva liturgia estaba redactada en  siríaco  y copto, no sólo en griego y en latín. Aunque el alfabetismo  no era universal dentro del imperio, es un hecho que era un don estimable. El funcionamiento del imperio dependía de todos sus funcionarios y partidarios, que reconocían la importancia de la educación. Esta conciencia no sobrevivió  al derrumbamiento de la administración imperial romana en occidente. A partir de aquel momento el gobierno dejó de reposar en la disponibilidad de aristócratas y ciudadanos ilustrados, en instrumentos escritos del gobierno, en la  existencia de escuelas y bibliotecas y, hasta después del siglo XIII o  XVI, aquellos  no volvieron a convertirse en elementos comunes o preeminentes de la vida pública. El clero  de la iglesia cristiana y algunos monjes  siguieron conservando el sentido de la  importancia de la cultura, en primer lugar porque habían conocido la revelación cristiana a través de las escrituras, acompañadas de comentarios patrísticos más o menos ilustrados y, en segundo lugar, porque  a medida que el clero iba sumergiéndose  cada vez más en su mundo que ya no hablaba latín, se hacía preciso que las escuelas  se esforzasen en enseñar latín al clero. Como iba disminuyendo el volumen de literatura consultada, también se hacía necesario  el uso de códices (libros) en los que se copiaban unos pocos textos básicos  y, consecuentemente, se abandonaba el de los rollos, de uso común en la antigüedad. Para el clero y su cultura  aprendida en los libros saber leer y escribir era indispensable, pero la mayoría de los cristianos laicos iban dejando  el alfabetismo a los curas, reconociendo que los libros que éstos manejaban eran preciosos pero de escaso valor para el pueblo. En las casa de los nobles, particularmente al principio no se comprendía el valor de la literatura escrita ni para el gobierno ni para la cultura, como había ocurrido en el imperio romano.
No podían olvidarse los letales efectos de la educación literaria romana pero la decadencia  del  alfabetismo  no sólo significó  la desintegración de la inspiración imperial, sino que ejerció sus efectos nefastos  sobre la civilización. Sin embargo, aún siendo reducido el número de los alfabetizados, con el aprendizaje habían adquirido el sentido de la continuidad en el tiempo de la comunidad humana, así como del papel que desempeñaban los libros en la transmisión de la cultura de una generación a otra, lo que hacía que cualquier persona pudiera enterarse a través de la lectura de las hazañas de un hombre. De aquí derivó una cierta noción  de la universalidad del conocimiento, la sensación de que algo podía aprenderse del pasado y una cierta idea del tiempo que había durado aquella civilización que se había desarrollado en la cuenca mediterránea.
Los pueblos germánicos  no utilizaron la escritura para comunicarse  a través de las generaciones ni tampoco entre los diferentes pueblos. Tenían otros medios para comunicar su cultura de una generación a otra  y, aunque éstos probablemente hacían  más viva y personal su herencia cultural, reducían su ámbito y su alcance. La cultura de occidente quedó, pues,  fragmentada y el latín subsistió  sólo para los que recibían una educación más formal. Las  culturas seculares en lengua vernácula  tenían necesariamente una difusión muy local, ya que ésta variaba extraordinariamente  según las regiones. Si la invención de la imprenta palió algunas desventajas, empeoró otras, ya que perpetuó la división de occidente en compartimentos con unas lenguas “nacionales”, fenómeno desconocido en el imperio romano. Incluso fue posible prescindir del latín  para la adquisición de cultura, una vez las traducciones y  los escritos eruditos  en lengua vernácula abrieron paso a la posibilidad de culturas mono glotas. Así pues, la desaparición del alfabetismo romano  tuvo importantes consecuencias para occidente. En China, pese a los disturbios que se produjeron, sobrevivió la unidad lingüística y literaria.
Los escritos en latín y en las lenguas vernáculas rara vez hacen referencia a las principales actividades de la gente corriente de la época y si la mayoría de las ocupaciones habituales  de los hombres quedaron al margen  de la mirada de los que escribían las crónicas, tan sólo ha sobrevivido una pequeñísima parte  de los artefactos producidos entonces para permitir que nos hagamos una vaga  idea de todos los aspectos de la actividad humana. Las condiciones de vida medievales, dejando aparte las  venerables iglesias, militaban contra la construcción de magníficos edificios y la conservación de artículos valiosos. Es obvio que nuestra visión del mundo antiguo se basa principalmente en la imponente realidad de sus grandes ciudades, que demuestran hasta qué punto la civilización mediterránea se hallaba entroncada con la vida política. Las sociedades humanas estaban  organizadas de modo que se pudieran  extraer de la tierra o del mar un excedente suficiente para mantener un nivel superior de cultura intelectual entre los ciudadanos, de manera que hasta los mismos esclavos pudiesen  beneficiarse de aquellas ventajas. Las ciudades medievales  producían una impresión muy diferente. La magnificencia  iba atenuándose. La sociedad cristiana,  que cada vez iba inclinándose más hacia la idea  de que la manumisión de los esclavos era empresa meritoria,  comenzó a prescindir del trabajote los mismos, lo que con el tiempo creó  una fuerza de trabajo de hombres libres, como ocurrió por ejemplo en los lugares donde se construía. Aquella sociedad sólo podía mantener  un número reducido de nobles y casi ningún “funcionario”. La  mayoría  de los hombres trabajaban y vivían en el campo y, aunque la ciudad sobrevivió, pasó a desempeñar una función totalmente diferente de la que tenía en la antigüedad. La vida en las ciudades ya no plasmaba  las esperanzas generales en cuanto a posibilidades de vida. El cambio no tenía nada que ver  con el desarrollo de una religión que hablaba de otro mundo. La iglesia daba más importancia a las ciudades  como instituciones romanas que sus feligreses bárbaros. Los bárbaros, por su parte,  o no tenían tiempo para la vida de la ciudad  o carecían de conocimientos para regenerar  la actividad cuando la responsabilidad  del gobierno recaía en sus manos. En todos los puntos del imperio, las viejas ciudades romanas  reducían bastante sus dimensiones y quedaban, a lo sumo,  como meras sedes de la autoridad eclesiástica. A principios del siglo XII, la recuperación de la actividad económica, industrial y comercial trajo consigo una cierta renovación de la energía urbana, pese a lo cual las ciudades medievales no llegaron nunca a recuperar el puesto de las antiguas como centros de civilización y, salvo en Italia, los pueblos de Europa no quedaron sometidos políticamente a las ciudades, a las que sólo miraban en caso de precariedad económica. En este aspecto también es evidente que las ciudades industriales modernas son heredadas de la tradición medieval y no de la antigua.
Fue, en cambio, durante el período medieval que el campo adquirió reconocimiento. Si el imperio romano hubiera sido invadido simplemente por unos nómadas como los hunos, al igual que ocurrió en China con los mongoles, la consecuencia podría haber sido la  supervivencia de un régimen de tipo imperial. Los invasores nómadas causaron al imperio romano unos daños permanentes mínimos. A la larga, fue la persistente invasión del imperio romano por cultivadores bárbaros lo que acabó  por cambiar su carácter. Algunos bárbaros se limitaron durante un tiempo a ocupar el puesto de los terratenientes romanos en su función de propietarios de grandes fincas. Sin embargo, aquel sistema predominante del cultivo a la manera romana acabó por desaparecer y fue sustituido, en gran parte de Europa, por un esquema de tenencia de la tierra que permitía que los campesinos intervinieran en el cultivo de las tierras que rodeaban las pequeñas poblaciones. Durante siglos, la mayor parte  de los habitantes de la Europa occidental nacieron en esas comunidades rurales y crecieron en ellas; de hecho, fueron pocos los que salieron de ellas para hacer carrera en otro sitio, ya fuera en la ciudad, ya fuera en la iglesia. La presión persistente ejercida por estos grupos sobre la tierra indujo a desbrozar bosques y a desecar pantanos.
Gracias a sus esfuerzos cooperativos, quedaron sujetas al arado las tierras buenas y menos buenas del norte de Europa. La cultura mediterránea seguía siendo un señuelo que fascinaba a los caudillos de las sociedades septentrionales, a los que dotaba de codiciados ornamentos. Sin embargo, desde el principio de la Edad Media, el poder recién adquirido por los pueblos del norte fue puesto a prueba a través de su capacidad de sojuzgar el imperio y crear un nuevo orden  por cuenta propia. Quiso el destino que este logro  de carácter rural pasase inadvertido o que nadie  valorase cuál era su significado.


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