Pese a todos los logros de la
antigua civilización mediterránea, en muchos aspectos era austera e incluso
ascética. Las ciudades-estado
originales eran pequeñas y no
poseían grandes ni ricas tierras que cultivar. Las cosechas de cereales solían
ser escasas y esporádicas. La viña
precisaba unos cuidados efectivos y unas condiciones favorables, y hasta el
mismo olivo necesitaba atenciones, aunque dada la pobreza de los suelos era
fuente principal de luz y combustible tanto
como de alimento. El sol y el clima templado de las estaciones ofrecía las condiciones adecuadas para hacer vida al aire libre. Una vez
satisfechas las necesidades más elementales, todavía quedaba tiempo para la
conversación y el ocio. Los mismos romanos encontraban difícil adoptar este
estilo de vida en las zonas del norte y,
después de la conquista de Bretaña, no porfiaron por llevar su
civilización a otros pueblos nórdicos. Los bárbaros debían forzar su camino
dentro del imperio para beneficiarse de algunas de sus ventajas. Pero de momento no se preocupaban de conseguir
aquellas virtudes propias de la civilización
que más valoraban los propios romanos. El trabajo en las tierras más pesadas
y húmedas del norte de Europa era más arduo, y exigía más tiempo. Quedaba menos
tiempo para el ocio y eran pocos los que gozaban del privilegio de disfrutarlo.
Por supuesto que a medida que el norte de Europa era mejor cultivado y los
confines de la civilización rebasaban la fronteras del antiguo imperio, los
pueblos del norte reaccionaron más
positivamente frente el mundo mediterráneo. A manera de símbolo, esta
actitud se hace evidente con la aceptación del cristianismo y de sus ceremonias
mediterráneas- bautismo con agua de la vida, unción con aceite y banquete
eucarístico con pan y vino- por parte de los pueblos del norte de Europa, que
no tenían ninguna experiencia de la sequía y que normalmente bebían cerveza. En
el imperio romano, la Cristiandad apenas
había comenzado a traspasar las murallas de las ciudades. El campo seguía
siendo “pagano”. Durante los siglos siguientes se llevó la nueva religión a
todas las comunidades rurales del norte, donde echó raíces tan profundas que la
cristiandad occidental acabó por perder sus tradiciones predominantemente
urbanas. Sin embargo, lo que perdió por
un lado lo ganó por otro. Europa había sido
forjada por los cristianos, mientras que en el imperio sólo habían
conseguido el reconocimiento de un estado que
era más antiguo y más firme que la misma iglesia.
De todos modos, la iglesia había
cambiado mucho. Hacia finales del siglo IV, el imperio romano había conseguido
sobreponerse a la iglesia cristiana y transformarla en un departamento estatal,
solución por otra parte bien acogida por el clero, porque suponía unas ventajas
para él y para sus actividades. Cuando los bárbaros llegaron al imperio eran
pocos los clérigos que los miraban con benevolencia, porque eran muchos los jefes
bárbaros que habían aceptado el “arrianismo”, herejía que los católicos
aborrecían. Los obispos católicos que llevaban sobre sus hombros la carga del
cuidado de las congregaciones católicas procedían normalmente de las filas de
la clase gobernante senatorial.
Desde el primer momento defendieron la
continuidad de los antiguos valores romanos y la conversión final de los
líderes bárbaros fue resultado de su influencia. El sello romano que marcó el
cristianismo, reforzado con la misión gregoriana a Inglaterra (597), condujo, a
partir del siglo VIII, a un movimiento en favor de la dirección papal
de la iglesia occidental, sobre todo a través de la dedicación de los
misioneros ingleses a Alemania y de su influencia en el imperio carolingio. Al
ser adoptado el cristianismo por los bárbaros se hizo más” romano” que durante
el propio imperio. En el siglo IV Roma había contado con un gran número de
familias paganas y ni siquiera era la sede capital del imperio de occidente.
Aparte de esto, el cristianismo era más fuerte en el mediterráneo occidental.
Tan pronto como el clero cristiano fue
rescatado de los pueblos bárbaros, éstos profesaron abiertamente su “alianza
con Roma”. Su educación en latín y su conocimiento de la cultura latina puso
una cierta distancia entre ellos y sus
compañeros laicos. Cuando la reforma de la iglesia impuso el celibato
eclesiástico, todo el clero tuvo que
pasar por fuerza de la vida secular a la aceptación de las órdenes sagradas,
con lo que fueron a engrosar la clase privilegiada de los solteros, regida por jefes salidos de sus mismas filas. No hay
que sorprenderse si este cuerpo internacional de hombres eruditos que gozaban
de derechos especiales y poseían cuantiosas riquezas despertó la envidia y el
resentimiento de los demás. Pese a ello, la iglesia desempeñó una importante
función, diferente de la que desempeñara la primitiva iglesia antes y después
de Constantino, a menudo inconsecuente con algunas de sus profesiones de fe.
A la iglesia cristiana de
occidente esta función tenía que haberle correspondido indefectiblemente,
dejando aparte el colapso del imperio, pero por analogía con lo que ocurrió en
el imperio oriental parece mucho más probable que a la iglesia no se le habría
tolerado ese estado de privilegio si la aristocracia laica hubiese continuado
siendo cultivada y educada. Si los líderes bárbaros de occidente hicieron
tantas concesiones al clero fue porque
querían ganarse su favor y porque se sentían tan apartados espiritualmente del
clero que no confiaban en poder hacerse cargo de los asuntos de la iglesia. En
consecuencia, Europa occidental quedó sometida
a una experiencia de la que nunca se ha recuperado totalmente, a saber,
una separación de la potestas
(poder) y de la auctoritas (autoridad), no conocida en la antigua Roma y
apenas tolerada en Constantinopla. La iglesia cristiana, que reconocía los derechos de Dios como del César, encontraba difícil en la
práctica la convivencia con ambos y a menudo se sentía tentada de simplificar
el problema a través de toda una
variedad de medios. Sus especiales privilegios en occidente le permitían actuar
con independencia hasta cierto punto, mientras que el poder político de los
bárbaros, ejercido sin acatamiento a tradición imperial alguna, no podía verse
influido por hombres eruditos y sí sólo indirectamente a través del monopolio
que tenía la iglesia en lo que se refiere a la exhortación moral. Con el
tiempo, los líderes cristianos fueron conducidos a unas vías que los hombres de
la iglesia por lo menos encontraron más tolerables. Mientras el emperador de
oriente seguía confiando en la naturaleza de sus antiguos derechos para gobernar
y no tenía por qué admitir que la iglesia era la única que sabía qué era la
cultura, la erudición o los principios, en occidente los hechos innegables y
nefastos del gobierno bárbaro sólo podían ser excusados y justificados por las
iglesias. L a búsqueda de estas justificaciones se inició haciendo referencia a
los reyes de Israel del Antiguo Testamento, lo que condujo al restablecimiento
de la teoría política en las últimas escuelas medievales. La Edad Media ya
había terminado cuando los poderes seculares se sintieron suficientemente
seguros para prescindir de tan ruidoso andamiaje.
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