Los juicios emitidos por el
Renacimiento y la Reforma sobre la Edad Media han dejado de merecer el respeto
de los historiadores, pero su preocupación por las cuestiones de la  iglesia y del imperio  ponen  el
acento en el lugar adecuado. La experiencia moderna demuestra hasta qué punto
puede ser importante el gobierno en la vida de una comunidad. Tenemos pruebas
de que el imperio romano gobernó  de
manera tal que pudo crear  unas
condiciones comparables de vida en todo su territorio, actitud contra la
cual  sólo podía  producirse alguna resistencia local e  intermitente. No todos los habitantes del
imperio disfrutaban de las mismas ventajas, pero el gobierno influía y
conformaba todo cuanto podían esperar de la vida. El derrumbamiento del imperio
significaba  por encima de todo que el
“gobierno” dejaba de ser efectivo, de modo que todas las sociedades  iban a estar dirigidas por gentes que
conocían y no por funcionarios que actuaban en nombre del Estado. En lo
sucesivo, para la mayoría de las personas, pasaron a cobrar una mayor
importancia unos señores a los que sus vasallos y subordinados conocían
personalmente hasta que los diversos estados de Europa empezaron a hacer valer
las reivindicaciones del bien público y se opusieron al poder feudal, es decir,
privado, durante lo que hemos dado en llamar tiempos modernos. La seguridad que
ofrecía un señor en particular no se extendía más allá  de donde llegaba su renombre y es evidente
que el sistema era incapaz de hacer desistir de hacer incursiones a
merodeadores que venían de lugares apartados. Ya que el gobierno universal
había fracasado en su intento de cortar el paso a los bárbaros, la única
esperanza de control político  sobre los
acontecimientos se centraba en los grandes terratenientes que ejercían sus
deberes públicos dentro de un ámbito local. La Edad Media  se definiría a sí misma como un período que
no reconoció el derecho de las autoridades soberanas a promover la sociedad
civil o a ejercer responsabilidades  para
defender unas fronteras contra vecinos hostiles. Esto también podía significar
que los hombres brutales se entregaban a sus fechorías sin temor al castigo por
parte del gobierno. Pese a todo, había otras restricciones, ya que durante este
período aquellos hombres que gozaban de fuerza se veían como mínimo con las
manos atadas debido a la imposibilidad de reivindicar unos derechos justos. La
autoridad para decidir qué era lo “justo” había quedado desvinculada del
Estado, lugar que todavía sigue ocupando en algunos lugares. Más adelante pasó
a ser  una prerrogativa de la iglesia. En
la Edad Media, el único” soberano” 
reconocido  era Dios.
En el siglo IV se impuso el
monoteísmo en el imperio romano. Los emperadores universales se doblegaron  a las consecuencias de esta decisión mucho
antes de que los líderes bárbaros vieran que debían adoptar la misma actitud.
Estos, pese a disfrutar, cómo es lógico, de un poder real mucho más limitado
que el emperador, se mostraron mucho más reacios a aceptar las imposiciones del
monoteísmo. Pero hasta que se decidieron a ello siguieron siendo “bárbaros”,
vivieron en los márgenes de la sociedad medieval y negaron los valores del
mundo “civilizado”.La creencia de que Dios acabaría prevaleciendo sobre la
injusticia dio a los hombres fortaleza para 
soportar penalidades y violencias en unos tiempos en que no existía un
Estado poderoso capaz de imponer justicia.
Con  todo, en un plano humano, los hombres no
tenían más remedio que depositar su confianza en el clan, en sus vecinos y amos,
y sufrir  los inevitables desafueros y
tradiciones. Su religión no les permitía aspirar a la condición de dioses por
razones de heroísmo. Debían aceptar su humanidad, cosa que no había ocurrido
nunca hasta entonces. Cuando querían definir los siete pecados capitales
consideraban que el peor de todos era el orgullo, concepto que desorienta al
hombre moderno, que no se averguenza de sentirse hombre. (Resulta curioso que,
para nosotros el mayor problema sea la sexualidad, porque demuestra qué poco
tenemos de dioses; la Edad Media cristiana no consideró problema este aspecto.)
La fe en Dios no siempre ni en
todas partes  fue tan ortodoxa como
habría querido el clero cristiano, aun cuando la iglesia ejerció  una cómoda autoridad sobre las materias  religiosas que no le fue discutida, salvo en
contadas ocasiones y  en el ámbito local.
No hay razones fundadas para creer  que
pusieran en entredicho las enseñanzas de la iglesia, pese a reconocer lo
fastidioso que eran sus ministros. Es un hecho que no contaban con argumentos
racionales o intelectuales para mostrarse escépticos.
Las doctrinas de la iglesia eran,
en términos generales, aceptables por el hecho de ser plausibles  y confortadoras y porque corroboraban que las
malas acciones serían castigadas indefectiblemente con sufrimientos en la otra
vida, ya que no en esta. La sumisión a la ley divina y la aceptación de las
directrices de la iglesia abría esperanzas de disfrutar  del poder divino en aquel momento y en el
futuro. Las miserias de la vida presente satisfacían el precio necesario que
comportaba el pecado; las flaquezas humanas y los errores  hacían que el hombre no se mostrara muy
entendido, pero por lo menos podía saber 
a través de la revelación que Dios era soberano y que había salvado a su
gente. Así pues, podían apelar a él con plena confianza para que interviniera
en sus asuntos, valiéndose de sus santos y de sus milagros. Se  consideraba que la tierra era el centro del
universo y que la iglesia era el pueblo de Dios. Nadie dudaba de que Dios
prodigaría  sus amorosos cuidados a los
suyos por toda la eternidad, por corta o dificultosa que pudiera ser la vida de
un individuo. Estas enseñanzas fortalecían a los que  trabajaban para la iglesia y atenuaban
cualquier  aspiración de entregarse a los
poderes y glorias terrenales, puesto que 
unos y otras eran efímeros. Reyes y emperadores, bendecidos por Dios a
través de las ceremonias de la iglesia, accedían a un destino especial y
todavía tenían menos motivos para pensar en negar el poder soberano de Dios, ya
que la gloria de éste prevalecía sobre la suya. Las  rivalidades que se encendían entre ellos
demostraban sus limitaciones terrenales. La arrogancia de algunos, pese a los
trastornos que pudiera producir en el mundo, no era muy duradera. Resulta
característico  que , durante este
período,  no se tratara de imponer ningún
esquema capaz de socavar esta creencia 
en la vanidad de la gloria terrena. La experiencia confirmaba que los
esfuerzos humanos no conseguían resultados permanentes, que los hijos no
estaban a la altura de los hechos heroicos de sus padres. A Carlomagno le
sucedió Ludovico Pío, que desmembró el imperio, y a  Robert 
Bruce, salvador de Escocia, le sucedió el infeliz David II. Los
cronistas medievales podían demostrar fácilmente que la historia de las
sociedades humanas era incierta, más cuestión de suerte que recompensa de un
esfuerzo. El destino individual  del
hombre sólo se resolvía al otro lado del sepulcro.
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