El imperio romano del siglo IV
dio unidad política a la cuenca del mediterráneo. Limitaba por el sur con las
montañas del Atlas y el desierto; por el este tenía también como vecino el
desierto, junto con el poder efectivo
del imperio persa, a fin de definir el alcance del gobierno romano. Por la
parte norte la frontera no se podía definir tan fácilmente mediante realidades
inalterables de la vida, pero desde los tiempos de Augusto (23 a. C.- 14 d. C.)
se habían establecido unos límites que iban desde el Mar del Norte hasta el Mar Negro siguiendo el
recorrido del Rin y del Danubio. A este imperio sólo fueron añadidas
posteriormente las provincias de Bretaña, Mauritania, Arabia y Dacia, a
principio del siglo II.
Aquel impulso de ensanchar el
imperio se había apagado visiblemente desde los tiempos de Augusto, por la
razón obvia de que una civilización mediterránea que ya había reunido en un
gobierno todas las costas del mar interior no podía tener motivos para
expansionarse más allá de los límites exigidos por su propia seguridad. No se
interesaba en las posibilidades de conquista o colonización más allá de dichos
límites, que por la parte norte, como
quedó demostrado en Gran Bretaña, rebasaban en mucho lo previsto por la
naturaleza para el estilo de vida mediterránea.
La unidad política alcanzada en
el último lugar por medios militares demostró su permanencia porque puso fin
alas competencias y rivalidades políticas que, desde hacía siglos, acechaban en
el Mediterráneo. Con el gobierno de Roma se difundió el barniz de la
civilización romana, pero el imperio estaba constituido por muchos pueblos con
civilizaciones más antiguas aún que las de la propia Roma y dos o tres siglos
de paz romana no consiguieron gran cosa en lo que se refiere a socavar aquellas
viejas culturas. Las más afectadas por el sistema imperial fueron las grandes
familias de terratenientes pertenecientes a la clase senatorial, con tierras en
todo el imperio y que se juzgaban las principales beneficiarias del sistema.
Sus ideales y modelos culturales eran los de la propia Roma en el momento de su
apogeo cultural en la época de Augusto. Sin embargo, incluso para ellas la
lengua latina y el derecho romano debían reconocer el prestigio del griego como
lengua de la cultura intelectual y del comercio, especialmente en el
Mediterráneo oriental. En el resto del imperio había otras lenguas locales,
utilizadas sin propósitos oficiales. No se podían negar las ventajas del
imperio, pero la unidad política ni siquiera había tratado de erradicar
diferencias, a no ser para imponer un medio de gobernar todo el conjunto.
Un imperio que había continuado
creciendo por medios militares, aunque fuera irregularmente, no estaba muy
preparado para ejercer una función esencialmente conservadora, en la que los
soldados pasaban a ser patrullas de frontera o servían para sofocar desórdenes
civiles.
Los cambios en el ejército y las
actitudes frente a su función debían ir emparejadas con adaptaciones civiles.
Si se habían utilizado los
ideales para establecer el sistema imperial, el idealismo emprendió una
dirección ajena a la política una vez establecido un orden mundial pacífico. El
imperio que había dejado de expansionarse no podía quedar congelado en la
inmutabilidad. Según Edward Gibbon, el gobierno imperial de los Antoninos
(96-180) había implantado un sistema que era único, puesto que los emperadores
se dedicaban al servicio de la humanidad. Si esto era el apogeo de la
perfección política, únicamente podía ir seguido del ocaso y del derrumbamiento.
Sin embargo, esto equivaldría a
imponer un criterio a la vez anacrónico e irreal. El imperio siguió cambiando desde dentro, como sucede
necesariamente con las comunidades humanas. No habría tenido menos problemas si
hubiera continuado conquistando tierras poco prometedoras y nada codiciadas.
Tampoco podía intentar sofocar los cambios que se producían en el interior por
miedo a los enemigos que pudieran aprovecharse de su debilidad. Los enemigos
externos parecían remotos y desdeñables. No vamos a negar que las autoridades
militares, civiles e imperiales no se habrían
hecho cargo de sus responsabilidades de manera menos consciente e
inteligente que lo que sus subordinados suponían. También habrá que mostrar
indulgencia con las dificultades que supone adaptarse a una nueva situación en
el caso de personas cuya educación e
ideales empujaban a mirar más bien hacia atrás
que hacia delante. Los problemas con los que se enfrentaba el imperio no
podían ser resueltos por grandes hombres, por virtuosos o sabios que pudieran
ser. L a civilización romana había entrado en una fase crítica. En cierto
sentido, el imperio había terminado una labor: poner en contacto fructífero las
numerosas civilizaciones del Mediterráneo. Pero esto lo condujo inevitablemente
hacia el proceso de tener que gestar otra: admitir a los pueblos que estaban
más allá de las v fronteras en el reparto de algunos beneficios. Como
demostraría el tiempo, el imperio no era necesario para la coronación de este
proceso ni siquiera compatible con él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión me interesa, pero será revisada antes de su publicación