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17/2/14

LA ESENCIA DEL IMPERIO ROMANO


El imperio romano del siglo IV dio unidad política a la cuenca del mediterráneo. Limitaba por el sur con las montañas del Atlas y el desierto; por el este tenía también como vecino el desierto,  junto con el poder efectivo del imperio persa, a fin de definir el alcance del gobierno romano. Por la parte norte la frontera no se podía definir tan fácilmente mediante realidades inalterables de la vida, pero desde los tiempos de Augusto (23 a. C.- 14 d. C.) se habían establecido unos límites que iban desde el Mar del  Norte hasta el Mar Negro siguiendo el recorrido del  Rin y del  Danubio. A este imperio sólo fueron añadidas posteriormente las provincias de Bretaña, Mauritania, Arabia y Dacia, a principio del siglo II.
Aquel impulso de ensanchar el imperio se había apagado visiblemente desde los tiempos de Augusto, por la razón obvia de que una civilización mediterránea que ya había reunido en un gobierno todas las costas del mar interior no podía tener motivos para expansionarse más allá de los límites exigidos por su propia seguridad. No se interesaba en las posibilidades de conquista o colonización más allá de dichos límites, que por la parte norte,  como quedó demostrado en Gran Bretaña, rebasaban en mucho lo previsto por la naturaleza para el estilo de vida mediterránea.
La unidad política alcanzada en el último lugar por medios militares demostró su permanencia porque puso fin alas competencias y rivalidades políticas que, desde hacía siglos, acechaban en el Mediterráneo. Con el gobierno de Roma se difundió el barniz de la civilización romana, pero el imperio estaba constituido por muchos pueblos con civilizaciones más antiguas aún que las de la propia Roma y dos o tres siglos de paz romana no consiguieron gran cosa en lo que se refiere a socavar aquellas viejas culturas. Las más afectadas por el sistema imperial fueron las grandes familias de terratenientes pertenecientes a la clase senatorial, con tierras en todo el imperio y que se juzgaban las principales beneficiarias del sistema. Sus ideales y modelos culturales eran los de la propia Roma en el momento de su apogeo cultural en la época de Augusto. Sin embargo, incluso para ellas la lengua latina y el derecho romano debían reconocer el prestigio del griego como lengua de la cultura intelectual y del comercio, especialmente en el Mediterráneo oriental. En el resto del imperio había otras lenguas locales, utilizadas sin propósitos oficiales. No se podían negar las ventajas del imperio, pero la unidad política ni siquiera había tratado de erradicar diferencias, a no ser para imponer un medio de gobernar todo el conjunto.
Un imperio que había continuado creciendo por medios militares, aunque fuera irregularmente, no estaba muy preparado para ejercer una función esencialmente conservadora, en la que los soldados pasaban a ser patrullas de frontera o servían para sofocar desórdenes civiles.
Los cambios en el ejército y las actitudes frente a su función debían ir emparejadas con adaptaciones civiles.
Si se habían utilizado los ideales para establecer el sistema imperial, el idealismo emprendió una dirección ajena a la política una vez establecido un orden mundial pacífico. El imperio que había dejado de expansionarse no podía quedar congelado en la inmutabilidad. Según Edward Gibbon, el gobierno imperial de los Antoninos (96-180) había implantado un sistema que era único, puesto que los emperadores se dedicaban al servicio de la humanidad. Si esto era el apogeo de la perfección política, únicamente podía ir seguido del ocaso  y del derrumbamiento.
Sin embargo, esto equivaldría a imponer un criterio a la vez anacrónico e irreal. El imperio siguió  cambiando desde dentro, como sucede necesariamente con las comunidades humanas. No habría tenido menos problemas si hubiera continuado conquistando tierras poco prometedoras y nada codiciadas. Tampoco podía intentar sofocar los cambios que se producían en el interior por miedo a los enemigos que pudieran aprovecharse de su debilidad. Los enemigos externos parecían remotos y desdeñables. No vamos a negar que las autoridades militares, civiles e imperiales no se habrían  hecho cargo de sus responsabilidades de manera menos consciente e inteligente que lo que sus subordinados suponían. También habrá que mostrar indulgencia con las dificultades que supone adaptarse a una nueva situación en el caso  de personas cuya educación e ideales empujaban a mirar más bien hacia atrás  que hacia delante. Los problemas con los que se enfrentaba el imperio no podían ser resueltos por grandes hombres, por virtuosos o sabios que pudieran ser. L a civilización romana había entrado en una fase crítica. En cierto sentido, el imperio había terminado una labor: poner en contacto fructífero las numerosas civilizaciones del Mediterráneo. Pero esto lo condujo inevitablemente hacia el proceso de tener que gestar otra: admitir a los pueblos que estaban más allá de las v fronteras en el reparto de algunos beneficios. Como demostraría el tiempo, el imperio no era necesario para la coronación de este proceso ni siquiera compatible con él.

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