Los pueblos que deseaban más
ardientemente participar de los beneficios de la paz romana vivían al otro lado
de las fronteras del norte. La primera brecha abierta en la frontera data del
166, pero fue atajada con energía. A mediados del siglo III hubo una invasión
germánica mucho más seria y osada a todo lo largo de la frontera septentrional
que esta vez el ejército no pudo contrarrestar. El imperio se vio invadido por
los bárbaros: Bélgica (259), Galia (268 – 78), Italia (260-70), Tracia, Grecia
y Asia Menor (258-69). Más o menos en la misma época los persas derrotaron y
capturaron al emperador Valeriano (260). Parecía que el imperio había llegado a
su fin, pero no sólo sobrevivió sino que continuó bajo el emperador Diocleciano
(284 – 304) para realizar una reorganización radicadle su gobierno y, bajo
Constantino(313 – 36), para establecer nueva capital en Constantinopla y llegar
a un nuevo entendimiento con la iglesia cristiana. Por tanto, el imperio del
siglo IV se presenta, en ciertos aspectos, bajo condiciones muy sanas.
Los historiadores del siglo XX, que
lógicamente se impresionan ante las serias dificultades económicas que
atravesaba el imperio, se inclinan a creer que las medidas draconianas
adoptadas para hacer cumplir el pago de los impuestos alienaron a los
dignatarios locales que los imponían. La búsqueda de unas razones que expliquen
la caída del imperio expone al escrutinio todos sus puntos débiles. El imperio
del siglo IV
No era más perfecto que el de siglos
anteriores, pero evidenciaba considerables dotes de recuperación. Si el imperio
siguió funcionando durante siglos en el este y subsistiendo largo tiempo en el
oeste fue gracias a la labor de
Diocleciano y de Constantino. La
eficacia de sus reformas fue puesta a
prueba después del 376, cuando se
reanudaron las presiones de los bárbaros en la frontera del norte. Pese a que
los historiadores puedan detectar el derrumbamiento del imperio occidental a
partir de este punto, los contemporáneos, al no conocer el futuro, quedaron
impresionados al ver la capacidad que tenía el imperio de tratar con los
bárbaros así que llegaban, a diferencia de la situación que se había producido
un siglo atrás.
Este período de emigraciones
bárbaras dentro del imperio occidental, que se prolongó más de dos siglos, se
conoce mejor que el de la generación más corta y destructiva correspondiente a
los disturbios bárbaros ocurridos en el siglo III, no sólo porque sus
consecuencias le han reportado una investigación histórica más intensa, sino
también porque el período de florecimiento de las letras e historia imperiales
ha dejado mucho más testimonios. La escala de nuestra información nos permite
medir la dimensión del problema sin contestar a la mayor parte de las preguntas
que hacemos.
Una de las principales
dificultades es que, dada la opinión de las personas civilizadas que vivían
dentro del imperio y que creían que sólo había bárbaros fuera de él, el período
se centra inicialmente en unos pueblos incompatibles, situados frente a frente.
Uno de los aspectos bárbaros de los invasores era su indiferencia frente a la
escritura y a la educación formal, de modo que los historiadores se ven
obligados a juzgarlos desde el punto de vista de romanos cultos. Acerca del
punto de vista, motivos e historia de los invasores, e incluso de sus rasgos
bárbaros comunes, sería muy difícil hablar con seguridad. Sin embargo, la
mayoría de los que hicieron acto de presencia en el imperio occidental durante
el período 376 – 568 lo hicieron bajo el mando de líderes reconocidos, buscando
generalmente establecerse dentro del imperio con el beneplácito imperial o en
cualquier caso, con unos objetivos políticos y ciertas habilidades políticas.
No eran unos salvajes. En este aspecto resulta que, cuando los bárbaros fueron empujados al otro
lado de la frontera por los emperadores Valeriano (253 – 60) y Probo (276 –
82), resultó que habían aprendido algo durante el período de un siglo en el que
habían sido excluidos del imperio. Sin embargo, si nos son conocidas las
reformas llevadas a acabo por Diocleciano, únicamente podemos inferir las de
sus contemporáneos germanos. Los movimientos de los pueblos germánicos dentro
de las tierras septentrionales situadas al otro lado de las fronteras romanas
no pueden ser descritos con gran precisión, pese a que contemos con datos que
nos revelan que fueron frecuentes e
importantes. Sin embargo, después de su irrupción en el imperio, a mediados del
siglo III, los godos, a los que el emperador Aureliano cedió Dacia en el 271,
parece que adoptaron un tipo de vida más ordenado, estableciéndose en el norte
del Danubio y que, por espacio de un siglo fueron vecinos del imperio sin que
mediasen incidentes de importancia.
Como otros pueblos afincados al
otro lado de las fronteras, los visigodos suministraban tropas al ejército
romano. En el 332, un tratado entre los
romanos y los godos reguló sus relaciones durante treinta y cinco años, período en el que
Ulfilas, godo, inició la conversión de su pueblo al cristianismo (arriano) y le
suministró una lengua escrita y una Biblia en lengua vernácula. No había
aspectos negativos en dicha conversión, dado que el arrianismo contaba en aquel
tiempo con el apoyo del emperador de oriente. Sin embargo, su condena en
occidente supuso una victoria para la ortodoxia sobre el arrianismo, después
del año 381, que vino a lesionar con carácter permanente la fama de los
arrianos y les adjudicó un nombre desagradable que probablemente no merecían.
(Arrio, sacerdote de Alejandría, había suscitado dudas con respecto a la naturaleza de la relación entre Dios Padre y Dios Hijo dentro de la
Trinidad, controversia que condujo a la formulación del credo en el Concilio de
Nicea (325) y que supuso una provocación para los más grandes teólogos de la
época, entre ellos Atanasio. Dejando aparte los aciertos y errores de las enseñanzas de Arrio, las
cuestiones tratadas distaban mucho de ser triviales.)